Hace ya más de una década, mi mejor amigo me metió una trola tremenda para convencerme de que teníamos que coger un avión y cruzar media Europa por una gilipollez tan grande que me da vergüenza contarla. Yo llevaba toda la vida viendo de cerca las engañifas de Anastasio –una de las más gordas fue cuando, aprovechando los estragos del huracán Mitch en no sé dónde, cogió una hucha y se fue por todo el barrio, puerta por puerta, pidiendo dinero para los damnificados y lo que hizo con él fue comprarse la PlayStation y no sé cuántos juegos–, y en alguna había caído, claro, pero de repente me vi envuelto en la más tonta de la Historia. Él siempre me echó en cara que yo debí haber sabido más cosas suyas y, sobre todo, de su hermana, dejando caer incluso que no era de muy buen amigo ignorar según qué asuntos familiares, en fin. A mí es que los detalles más básicos de la gente, salvo si tienen algo muy llamativo, no se me quedan con facilidad, no puedo hacer nada con eso. Tengo un amigo que es ingeniero –a secas, el apellido de la ingeniería nunca lo recuerdo, por supuesto–, pero soy incapaz de poner en pie dónde trabaja y qué hace; sin embargo, sé que su novia trabaja en una empresa de tanques –¡TANQUES! – probando si funcionan, o sea, disparando a unos muñecos de trapo puestos a no sé cuánta distancia. Con esto, lo que quiero decir es que yo de la hermana de Anastasio sé que fue mi amor platónico desde los diez hasta los trece o catorce años, que fue cuando ella se fue a la universidad y le perdí la pista –o el interés, más allá de alguna paja suelta– y no volvimos a referirnos a ella más allá de lo básico que me contaba mi amigo, así sobre la marcha: que se había echado un novio alemán que estaba aquí de Erasmus; que se había ido a vivir con él a Alemania; que se había casado; que había tenido un bebé. Pero ya está. Cero detalles. Es como si Anastasio no contara grandes cosas, como si lo hiciera queriendo, vamos, porque estaba preparando la gran mentira, y es que un día, sin más, el cabrón aparece por mi clase y me dice:
–Tío, tenemos una misión.
Nosotros usábamos la palabra misión para muchas cosas, todas sin épica, y como era la una de la tarde, yo me esperaba lo típico: que lo acompañara a El rey de los bocadillos o a buscar por toda la facultad un váter que no oliera a culo de poni –él siempre fue muy de instintos básicos. Pero no, me sorprendió con algo absurdo y atractivo a partes iguales:
–Tenemos que ir a casa de mi hermana este finde para cuidarle el gato, que está malo y no tiene a nadie con quien dejarlo.
Anastasio tiene tres hermanas mayores que él, y yo pensé automáticamente en la que pegaba que podía tener un gato:
–¿Tu hermana la que vive en Tarifa?
–No, Brisa no tiene gato. Y no vive en Tarifa, cabrón, lleva diez años en Chipiona, ¿no te acuerdas?
–¿Entonces? La otra vive aquí en Sevilla, ¿para qué hay que ir a su casa? Que te traiga el gato, hombre, qué tontería.
Yo siempre fui muy casero, eso es verdad, pero un fin de semana en Chipiona me habría seducido un poco más que pasarlo en mi casa, era junio y ya apretaba el calor. Las clases estaban acabando, faltaban los exámenes del segundo cuatrimestre y adiós. El agobio era real en ese segundo año de carrera que, la verdad, me estaba yendo regular, por decirlo suavemente. Anastasio estaba igual que yo, pero él no tenía que rendirle cuentas a nadie porque sus padres se habían muerto y vivía solísimo, en ese sentido tenía suerte. Lo que no me parecía tan buena idea era pasar un par de noches fuera de casa en mi propia ciudad, no tenía cuerpo para una gilipollez así, sobre todo por un gato. Para eso prefería quedarme en casa y hacerme el bueno por si los exámenes me salían mal no tener encima lo que conlleva haberse ido de viaje justo antes.
–No, joder –me dijo–, la que vive en Berlín, la que os gustaba a todos. No me digas que no es un planazo. Capital europea de categoría, cerveza en condiciones. Y por la puta cara. Me ha dicho que me paga el vuelo. Mira, me parece justo ponerte, aunque sea, el dinero para la ida. O sea, alojamiento gratis y solo tienes que pagar la vuelta. Es insuperable, reconócelo, fin de semana brutal en casa de mi hermana. ¿Cuándo vamos a tener otra oportunidad así? Ah, le he dicho que tú también vienes y le ha dado mucha alegría.
Fueron muchas palabras, demasiadas ofertas en una sola alocución, pero me entró el mismo cosquilleo en la barriga que cuando el vagón de la montaña rusa pilla la cuesta más gorda del recorrido, y en ese momento pensaba que era por la emoción del viaje y no porque mi estómago había entendido que en todo eso que me había dicho había gato, pero encerrado.
–Uf, no sé –le dije–, tendría que sondear cómo están las cosas en casa. Berlín, joder. En verdad, no sé muy bien qué hay en Berlín, pero no estaría mal pegarse un viajecito. A ver, me da un poco de palo pedirles pasta a mis padres, soy un desgraciado, siempre pidiendo para no dar un carajo a cambio, y creo que no es el mejor momento, ¿no? Estamos terminando el curso.
–Tío, no seas así contigo mismo. ¿Te digo una cosa? Ya está, a mamarla, te lo pago yo todo. No, no, me da igual. Te pago lo que sea, no hay problema. Tú me has invitado a millones de cosas siempre. Ya está, se acabó. Todo pagado. Sin problema. Nada, nada. Ni el vuelo de vuelta ni pollas. Nos vamos a Berlín.
No me dejaba ni hablar. Las circunstancias no eran las mejores, pero yo qué sé, quizá era más mi cargo de conciencia el que me hacía pensar que no era digno de merecer irme de viaje un par de noches, que tampoco es para tanto. Mi amigo de toda la vida, el primero de todos, de hecho, me necesitaba. No era a vida o muerte, pero le hacía falta. Mis padres lo entenderían, habían sido amigos de los suyos desde que se mudaron al barrio, y Anastasio era como de la familia. Ahora estaba prácticamente solo en el mundo. Y es en ese punto trágico donde hay otra clave que hizo inevitable que cayera en el engaño: si sus padres no hubiesen estado muertos por aquel entonces, no habría tenido yo que pasar las fatiguitas que pasé en Alemania. En caso de que su madre aún viviera, la mía habría levantado el teléfono y se habría destapado el escándalo en menos de un minuto, pero mi amigo se aprovechó de aquello, estoy seguro. Él era capaz de eso con tal de salirse con la suya. De chicos, ante cualquier duda sobre nuestras intenciones –no, es que a Anastasio le dejan quedarse hasta más tarde, por ejemplo–, telefonazo. También es verdad que se contaban cositas nuestras, cosas de casa, se podrían llamar, y luego nos las contaban por detrás. Fue así como me enteré yo de que con quince años Anastasio aún no le había cogido el tranquillo a limpiarse el culo y dejaba los calzoncillos llenos de palomino, lo cual explicaba algunos olores sospechosos; en dirección contraria, sin embargo, se enteró él de que yo a los quince años aún dormía abrazado a un peluche gigante de Curro, la mascota de la Expo del 92. Pero bueno, la cosa estaba en que, en el fondo, no me podía negar. Mis padres no pusieron ningún impedimento pese a conocer de sobra sus tejemanejes, al contrario. Al final era una cuestión de familia, mi padre me lo dijo con esas palabras y apostilló:
–Si le hace falta, pues ya está, acuérdate de la vez que te fue a llevar la copia de las llaves del coche hasta Punta Umbría porque se te habían quedado dentro. Vete con él, así os despejáis un poco y cogéis con ganas los exámenes, que hay que remontar.
Así que nos fuimos. Llegó el fin de semana inolvidable. Mi madre nos acercó al aeropuerto y antes de bajarnos del coche nos soltó veinte pavos a cada uno.
–Esto para que os toméis un refresquito por ahí, que por dejar al gato un rato solo, no pasa nada. Y tened mucho cuidadito, ¿eh? No hagáis tonterías.
Ja, como si no nos conociera, pensé. Nada más entrar en la terminal, al cabrón de Anastasio se le puso la misma cara que cuando el cura le fue a dar la hostia en su primera comunión. Recuerdo perfectamente ese momentazo: todo el mundo allí mirando, el puto minuto de oro de su vida, y va y le dice a don Baldomero que no le apetece tomársela, que tiene el estómago revuelto, que otro día si eso.
–Tío, ¿qué coño te pasa? –le pregunté– Todavía no nos hemos subido al avión, ¿tienes ganas de potar?
–No es eso.
–¿Entonces?
Pero no me contestó. De hecho, no me dijo nada hasta que el avión no despegó. Lo único que hizo hasta entonces fue tirarse mil y un flatos disimuladamente. Estaba malo de verdad.
–No me digas que te da miedo volar –le dije–, yo pensaba que el cagado de los dos era yo. Por cierto, ¿qué coño has comido antes de salir, mamonazo? Ya no puedo más con las bofetaditas de peste que me llegan cada dos por tres. Me estás dando el viaje, hombre.
–No es eso. Bueno, sí es eso. Es que me pone muy nervioso esta mierda –alargó el brazo y con el puño dio unos toquecitos al lado de la ventanilla, como comprobando el material del que estaba hecho–. Esto es como una puta lata de anchoas, joder. Que no hay muchos accidentes de avión, ya lo sé, pero si nos chocamos o nos caemos, nos meten en una caja de pino. Eso es así. Al hoyo.
Consiguió ponerme aún más nervioso de lo que ya estaba. Esa noche no había dormido nada por lo mismo, y además tenía muy reciente el primer capítulo de Lost. Para contrarrestar todo eso, cerré los ojos y me puse a visualizar aviones que aterrizan con éxito en aeropuertos de pistas inmensas, iluminadas, impolutas. Ya queda nada, me decía a mí mismo, ya queda nada.
–Oye –Anastasio me sacó del ensimismamiento con un golpecito de atención en el hombro–, ¿estás despierto? Eh, tengo que decirte algo muy importante.
Abrí los ojos y lo miré con la cara más neutra que pude. Conocía ese tono de voz. Sabía que esa forma de empezar a hablar tenía algo que ver con una de las suyas. Con una muy gorda, además. Y no me equivocaba:
–Lo primero que tienes que saber es que todo esto es por una buena causa.
Silencio.
–Te lo juro. O sea, no pasa nada, el viaje te sale gratis igual. No tiene nada que ver con eso, ¿vale? Tú tranquilo. Te lo dije: está todo pagado. Por eso no te preocupes. De verdad.
Silencio.
–Mira, ya no te puedo engañar más. Me siento mal. Aunque, bueno, es posible que te hayas hecho el tonto porque, no sé, todo esto podrías haberlo sabido desde el principio. Yo sé que en el fondo lo sabes y aun así has venido, ¿no? ¿Me equivoco? Muchas veces, la responsabilidad es más del engañado que del que engaña, pero, vamos, tranquilo que no es nada grave. No pasa nada, o sea, tú tranquilo.
Silencio.
–Vale, venga, te lo digo ya. No hay gato.
Silencio.
No había que alterarse por nada aún, sabía que el puto Anastasio no iba a estar tartamudeando por una mierda así, seguro que había algo más.
–Vale, sí, hay algo más.
Silencio. Pero un silencio que suena como si dijera lo sabía.
–No vamos a casa de mi hermana. De hecho, tío, tú deberías saberlo, mi hermana vive en Hamburgo, no en Berlín. Joder, tú deberías saber estas cosas. Si no fueras mi mejor amigo, quizá hasta me enfadaría contigo por eso. Bueno, mi hermana no tiene ni puta idea de esto, también te digo, y mejor si no se entera nunca. Ella estará tranquilamente en su casa, con mi cuñado y mi sobrino, comiendo hamburguesas.
Silencio. Un silencio cada vez más tenso.
–Hamburgo…, hamburguesas. Da igual. Mi hermana seguro que está feliz en su casa, con su familia, y creo que es alérgica a los gatos, o los odia. Quién no odia a los gatos, son serpientes con pelo.
Volví a mirar hacia adelante y cerré los ojos, esta vez con fuerza.
–Me da un poco de cosa, pero te voy a decir ya el motivo del viaje.
En este punto, el avión, o al menos gran parte de los pasajeros que estaban a nuestro alrededor, estaba en un silencio poco habitual para lo que es una aerolínea de a ochenta pavos ida y vuelta con maleta de mano incluida. Ni siquiera se escuchaba ya al bebé que lloriquea en todos los vuelos de ese tipo de compañías. Parecía que estaban pendientes de nuestra conversación.
–He conocido a una chavalita.
Tal y como escuché chavalita, abrí los ojos y giré mi cuello tan rápido que crujió como un bambú al romperse.
–Dime que no –le solté.
–Sí, tío. Una chavalita que estuvo en mi clase.
–Dime que no.
–Te lo juro. Una chavalita de Erasmus que se sentaba en la fila que estaba delante de mí en Bases. Brutal. Pero se fue, solo vino para un cuatrimestre, por lo visto. Una completa locura.
–¿Y yo?
–¿Tú?
–Sí, cabronazo, ¿para qué me haces venir? ¿Necesitas un mamporrero o qué pasa?
–No, joder. Necesito tu ayuda. Apoyo moral, un poco de logística.
–Qué hijo de la gran puta. ¿Por qué no me lo dijiste?
–Que no, hombre, que no pasa nada. Es que si te digo que he conocido a una chavalita y que vamos a buscarla, seguro que no vienes, y menos en esta época. A ver, te voy a ser sincero ya del todo: quizá he exagerado un poco con eso de he conocido a. Lo mejor sería decir me he enamorado de.
¿Conoces esa expresión que dice su cara era un poema? Pues mi cara no era un poema, sin más, mi cara era la puta Ilíada. Lo miré negando con la cabeza y volvía a girar mi cuello, esta vez sin crujido, y Anastasio comprendió de inmediato que mejor sería callarse un rato, así que no hablamos más en todo el trayecto. No crucé palabra con él mientras esperábamos el taxi, allí en el aeropuerto, ni cuando el taxista pinchó una rueda y tuvimos que esperar otro taxi, ni cuando me vi con la maleta delante de un hostel de mala muerte que se caía a cachos y que tenía toda la pinta de estar exactamente igual que cuando el muro de Berlín aún seguía en pie. Por dentro era aún peor. Apestaba. Las paredes estaban cubiertas de un papel pintado –más bien, despintado– que ya estaba pasado de moda el año que murió Goethe, por lo menos. Mi enfado no hacía más que ir en aumento. El sitio ese parecía el típico lugar al que va la gente a ponerle los cuernos a sus parejas. Yo me había hecho a la idea de cómo sería la casa de la hermana de Anastasio, con el mismo encanto que tuvo siempre su habitación de adolescente, la Meca prohibida de mis deseos de pubertad. Reconozco que había fantaseado con cotillearle el cajón de la ropa interior, pero había despertado bruscamente de un sueño para entrar en una pesadilla que de verdad no me esperaba.
–Es un plan sin fisuras. Te lo garantizo.
Ahí dejé mi voto de silencio porque estaba a punto de cagarme en sus muertos y eso no podía ser, que yo a sus padres siempre los quise mucho:
–¿Sin fisuras? –grité– Tú eres un mamón, hombre. A ver si lo he entendido bien: pretendes que vayamos a una fábrica de cerveza abandonada donde se celebran fiestas de música tecno porque has espiado el Facebook de la chavalita y has visto que va por allí. ¿Eso es? Ajá, un plan sin fisuras, sí. Eres un genio. Cualquier día te dan un Nobel.
Mi enfado iba en aumento. Mi mejor amigo me había arrastrado por media Europa, sin darme ningún tipo de detalle, para ir a ver a una chica con la que nunca había hablado, y encima pretendía declararse o sabe Dios qué carajo quería hacer. Era un desastre absoluto, pero reconozco que su plan, hasta ese momento, le estaba saliendo bien: yo estaba allí, el avión no se había caído y teníamos un campamento base donde ya estábamos instalados.
–Pero vamos a ver –me dijo–, nosotros vamos para allá como si tal cosa. A divertirnos. Somos turistas del tecno, no me digas que no es genial. Es un clásico, lo he leído en foros. La gente viene a Berlín a ponerse hasta arriba en fiestas como a la que vamos a ir. Cuando la vea la saludo con confianza y ya está: ¿tú no eras la chica que se sentaba casi atrás del todo en Bases?
–Es que ni sé qué carajo es Bases. ¿Tú estás seguro de que esto no es un delito? Inmoral, al menos, sí que es. Espiar a una muchacha con la que ni siquiera has cruzado dos palabras en tu puta vida para ir a buscarla al sitio por donde se mueve y ver si te la ligas. Esto tiene una pinta malísima.
–Ni te preocupes. Confía en mí. Voy a por cervezas y empezamos a ambientarnos. La noche promete. Tú piensa que nos vamos de fiesta y ya está, olvídate de mi objetivo.
Y salió de la habitación silbando. Confía en mí, dice. El cabrón, encima, estaba muy feliz. Me trae hasta aquí engañado, me mete en este tugurio y ahora tengo que confiar en él. ¿Por qué se refiere a ella como un objetivo? Me tiré en la cama y cerré los ojos. Me dolía tanto la cabeza que estaba deseando que se me cayera el techo encima. Además, me estaba cagando. La habitación no tenía váter –tampoco tenía persianas, parecía todo pensado para morir de incomodidad–, había que ir a un cubículo que estaba al final del pasillo al que Anastasio ya había ido a mear y del que había vuelto diciendo que olía a puro semen. Tal cual, cuando llegó a la habitación me dijo exactamente eso: el baño huele a puro semen.
El escalofrío de sus palabras no se me pasó hasta la tercera cerveza. Medio litro cada una. Mi amigo llevaba una tranca impresionante, se había bebido, por lo menos, el doble que yo.
–Es que cuando la vea, no me lo voy ni a creer, ¿te imaginas que me la encuentro allí?
–Ella sí que no se lo va a creer. Cuando te vea, llama a la Stasi.
–Yo le gusto. Eso te lo prometo. Tenías que haber visto cómo me miraba en Bases.
En fin, todo el mundo sabe cómo va eso de emborracharse y lo valientes y optimistas que se vuelven algunos.
Seguimos bebiendo hasta las doce o así y cogimos un taxi. Le dimos la dirección del sitio al tipo y dijo algo en voz alta mientras nos miraba por el retrovisor, pero se encontró con mi sonrisa de no entiendo nada, y ya no volvió a abrir la boca hasta que paró el coche y nos hizo señas de por dónde se llegaba al sitio.
–Qué dice, este tío. Llevo un ciego del copón.
–Yo qué sé –le dije mientras observaba las indicaciones que hacía con la mano–, pero ¿has visto esto?
Esa mañana yo me había despertado en mi habitación con el peluche de Curro, y ahora de repente había llegado a las calderas del infierno. Eso era como estar en la peli de Blade Runner. Entonces entendí perfectamente al taxista: nos había dejado en el sitio más seguro para él y a partir de ahí buena suerte, seguís vosotros solitos.
–Venga ya –dijo Anastasio subiendo la voz en mitad de la calle–, que se vaya a chuparla, ¡si nosotros somos de Sevilla, que allí tenemos las 3000 Viviendas! ¿Quién ha dicho miedo? Me como al que sea, hombre.
–Cállate ya, cabrón, que tú no has estado ni a un kilómetro de las 3000, qué coño estás diciendo, si ni siquiera te has peleado en tu vida. Hazte a la idea de que, si nos quieren rajar, nos van a rajar.
Pero no nos pasó nada. Veníamos de Sevilla: además de las 3000, tenemos tres mil santos a los que acudir cuando necesitamos algo, y yo lo único que quería era llegar a la Bärenquell Brauerei esa, que era como se llamaba el sitio, un edificio que resultó ser realmente terrorífico, con más pinta de castillo que de fábrica, la verdad. Parecía la versión industrial de la casa de Eduardo Manostijeras. En una esquina tenía una torre con un tejado altísimo de pico, y de esa parte venían la música y algunas ráfagas de luz. Cuando llegamos a la puerta, Anastasio se acercó al oído de un gorila ario que la flanqueaba y, cuando me quise dar cuenta, estábamos dentro. Mi amigo siempre fue una persona con suerte.
–¿Qué le has dicho?
–Yo qué sé, que me estaba meando.
Seguimos, escaleras arriba, a un grupito que había entrado delante de nosotros.
–Mucho piercing, ¿no?
–Y mucha cresta.
–Y muchas escaleras.
Por dentro daba más miedo que por fuera. Joder, era una puta fábrica abandonada llena de gente que iba muy puesta de todo, con unas pintas muy diferentes a las nuestras y que bailaba, fuera de sí, al ritmo de una música monótona y repetitiva que parecía un mantra traído del futuro. Nos miramos el uno al otro y nos dimos cuenta de que éramos como dos loros en una cueva llena de murciélagos. Pero, contra todo pronóstico, me animé. Entre el enfado, los exámenes que se me venían encima, yo qué sé, la vida, tenía ganas de pegarme un fiestón. Le hice una señal a Anastasio y dimos una pequeña vuelta de reconocimiento para ver bien el ambiente. En el centro estaba la cabina del dj, como a dos metros del suelo, y de unos focos que había a su alrededor surgía la única luz que giraba por la vieja fábrica de cerveza.
–No está mal el sitio.
–Pero hace frío aquí, ¿no?
–Pues habrá que pedir algo de beber, digo yo.
La sala estaba rodeada de ventanas y todas estaban abiertas. O quizá estaban rotas, al principio no pude concretar. Había unas vistas increíbles hacia una parte de la ciudad por un lado y hacia un río –quién sabe cuál, ni siquiera me ha dado por buscarlo nunca del trauma que cogí– por el otro.
–Insisto –le dije–: habrá que tomarse algo, ¿no?
–Estoy bien, estoy bien.
Todo esto nos lo decíamos a grito pelado en el oído. La música estaba tan fuerte que era capaz de acelerarte hasta el metabolismo. Anastasio estaba cagado, no quería saber nada de acercarse a la barra a pedir por si se la encontraba, y yo lo sabía, pero el trato era que él me invitaba, yo solo tenía los veinte pavos que me había dado mi madre para un refresquito, pero después de la trola lo iba a sangrar.
–Tío –me dijo– y si la veo, ¿qué le digo?
–Ni puta idea, pero por mis muertos que vas a buscarla. Me has traído hasta Berlín, hasta este sitio que se nos puede caer encima en cualquier momento, para conocer a la chavala; y de aquí no nos vamos hasta que la veas o hasta que te asegures de que no ha venido hoy a la fiesta.
En realidad, solo quería tomarme una cerveza. Prefería que la chica no estuviera allí para que no pasara por el mal trago de conocer a mi colega, y menos en el estado en el que estaba, y fuera de lugar, además. Anastasio siempre fue más ratón de biblioteca que otra cosa, temía, como amigo suyo que era, que hiciera el ridículo.
–Venga, va –y empecé a empujarlo a través de una marabunta que se movía al ritmo de una música que solo con recordarla me pone los pelos de punta.
Llegamos a una barra y me atendió una muchacha con una cresta imponente a la que le pedí dos Legendario con Coca-Cola, que era lo que bebíamos por aquel entonces, pero evidentemente no había. De hecho, solo tenían dos tipos de bebidas a diez euros cada una, que además eran secretas: A o 1. Tal cual. Había que pedir A o 1, y lo servían en vasos de plástico. Pedí ambas, por probar, y pagó Anastasio, que se bebió la de la letra de un buche.
–¿Qué es?
–Ni puta idea, pero entra solo.
A mi mente acudieron recuerdos, seguramente exagerados, de noticias sobre chicos muertos en raves por culpa de bebidas extrañas con estramonio y cosas así, así que dejé mi copa en la barra.
–¿No la quieres? ¿Encima de que te invito? Anda, trae para acá.
Acabábamos de llegar y ya había un mundo entre nosotros. Yo estoy casi entero, me dije, y así debería seguir para que esto no acabe mal. Me acordé de mi madre y su advertencia. No hagáis el tonto, tened cuidadito, no sé qué. ¿Y Anastasio? Creía que lo tenía detrás de mí. Me di la vuelta para decirle algo y no estaba. Genial, pensé. Me ponía de puntillas para ver si vislumbraba su cabeza por encima de la de los demás, pero no lo veía, así que eché a caminar en una dirección al azar con la suerte de que me choqué con él, que había encontrado a la chavalita y la observaba, aunque descaradamente, a una distancia prudencial.
–Ahí…ahí está.
–Ea, misión cumplida –le dije–. Venga, ve.
Mi amigo estaba petrificado. Lo quise empujar hacia delante, pero fue como intentar mover un camión con el freno de mano puesto.
–O vas tú o voy yo, tú sabrás. Te ha salido a pedir de boca. ¿Cuál es? La morena, supongo.
Había tres chicas en el lugar donde me había señalado, y los prejuicios me jugaron una mala pasada. No sé por qué, en cuestión de medio segundo descarté a la que tenía rasgos asiáticos –no se parecía al prototipo de alemana que tenía en mi cabeza– y a la que estaba rapada al cero y medía 1’95, por lo menos –esta no podía ser porque Anastasio mide 1’75 raspado.
–Tío, tío, tío –se dio la vuelta con la cara desencajada–, no puedo. Joder. No, la morena no es, es la calva. Joder, me encanta, te lo juro. ¿Sabes ese cosquilleo que se siente en la barriga cuando te enamoras?
–Pero, cabrón, te saca dos cabezas. ¿Seguro que es ella?
–Te lo juro.
–¿Y por qué no me lo habías contado?
–Pero si te lo dije.
–¿Lo de que era gigante?
–Tampoco es un dato importante.
–Bueno, pero es algo digno de mencionar, no sé. Por cierto, no te gires, pero vienen para acá.
La cara que puso Anastasio fue la misma que le vi en el tanatorio cuando lo de sus padres, pero esta vez me estaba partiendo el culo.
–Vienen para acá. Están aquí en tres, dos…
Y no sé de dónde me vino la inspiración, pero le di un pequeño empujón y lo hice chocar con ella –lo sé, soy un genio– mientras le decía, de forma intencionada, perdona, miarma. Me la jugué. Aquella chica había estado solo un cuatrimestre en Sevilla, pero seguramente se habría enfrentado a esa palabra –que en realidad son dos: mi + alma– cargada de idiosincrasia. Cuántos bares del centro no tienen, mínimo, un camarero que le dice miarma a cualquiera. A un turista de veinte años y a una catedrática de sesenta: nadie se salva de un miarma en según qué sitios. A veces suele tener connotaciones irónicas, pero, en la intimidad, cuando lo dice una madre –por ejemplo, la mía–, esa palabra puede ser un abrigo, un consuelo, una compañía. Y pensando en ese momento, oh, qué clarividencia tuve, mi mejor amigo necesitaba todo eso junto y yo se lo puse en las manos. Tanto fue así que la chica se enteró y cuando lo miró a él le dijo:
–¿Tú no eres el chico de detrás de mí en Bases? ¡Increíble! ¿Qué haces aquí?
Y se agachó –todo el mundo esperaría aquí dos besos, o uno, según costumbre europea; un abracito, quizá– y le besó la frente. Fue terrible. A pesar de la música pude escuchar cómo se le rompía el corazón al puto Anastasio, aunque confieso que también me reí. Esa humillación era una pequeña victoria frente al mal que me había causado desde el avión. Pero no sé cómo, pues no me enteraba de qué hablaban, al mamón le fue cambiando la cara. Se fue soltando y la chica se moría de la risa con él. En cada carcajada se le doblaban las rodillas hacia delante y sus cabezas casi llegaban a chocar. Y yo ahí, a un metro, que ni siquiera pude interactuar con las otras dos porque, en vez de entablar conversación conmigo, aprovecharon la charla entre nuestros amigos en común para darse el lote entre ellas. Genial, pensé, voy a tener que tirar de los veinte pavos que me dio mi madre y pedirme un A o un 1 y atreverme a probarlo. Eso o morirme del asco, total, qué puede pasar, a este no le ha sentado mal. Me fui encaminando hacia la barra poco a poco. Llevábamos allí, sorprendentemente, un par de horas. Contra todo pronóstico, el tiempo pasaba rápido, ya mismo estaría fuera de allí. Y justo cuando estaba a punto de pedir, con el billete en la mano, apareció Anastasio:
–Eres muy grande –me puso la mano para que se la chocase y, al hacerlo, tiró hacia él y me dio un abrazo con todas sus fuerzas–. ¡Por lo visto se había fijado en mí! ¡Me lo ha dicho! ¡Sabía perfectamente quién era! A dónde vas con ese dinero, invito yo, ya lo sabes. Pide cinco del 1. ¡Vaya noche! ¡Brutaaaaaaal! ¡La mejor de mi vida, te lo juro!
La chica apareció en la barra y se me presentó, por fin, mientras esperábamos las copas. Se llamaba Kirsten, otro dato que mi amigo había obviado, y hablaba un español mucho mejor del que cabría esperar. Se le notaba, incluso, cierto acento sevillano, y se lo dije, algo que ella agradeció con un muy marcado grasia, quillo.
–Tiene arte, la chiquilla –le dije a mi colega–. Lo reconozco.
Y en esas, antes de que este me contestara, la gigantesca Kirsten se agacha y le empieza a comer la boca a Anastasio. Efectivamente, aquella era la mejor noche de su vida. Me di la vuelta y bebí de una de las cinco copas, que ya estaban servidas, y a esto que aparecieron las otras dos, bebieron un sorbo de las suyas y siguieron con lo que estaban haciendo cuando las dejé. Venga besos. Y más besos. La situación era insostenible. Me había bebido mi 1 y el de Anastasio, me daba igual el estramonio. ¿Y qué era? Jamás había probado nada igual, no sabría decir ni a qué se parecía y nunca más he tomado nada que se le parezca. El caso es que nadie más que yo bebía, porque, claro, era el único que, si no lo hacía, tenía la boca seca. En fin, quise alejarme y Anastasio me adelantó y se interpuso al poco de empezar a andar.
–Voy muy caliente, tío. No sabes cómo besa. Te lo juro, estoy fatal. Acompáñame, anda, que llevo un rato intentando ir a mear, pero no me suelta. A ver si se me baja la empalmada de aquí a que lleguemos al servicio porque, si no, me meo en la boca, no veas cómo me tiene la Kirsten esta.
No le dije nada y lo seguí. Yo estaba contento, en realidad, solo que un poco aburrido. Siempre que salíamos por ahí solíamos decir que, si uno ligaba, era como si ligara también el otro, así que, feliz él, feliz yo. En el servicio, Anastasio no paraba de repetir lo bien que besaba Kirsten. Kirsten por aquí, Kirsten por allá, y a mí se me vino a la cabeza otra vez lo que podría haber sido un fin de semana en casa de su hermana, el supuesto plan al que yo había venido hasta Berlín. Sí, esto de la historia con Kirsten era muy interesante, pero ¿y su hermana? ¿Seguiría estando tan buena? Recordé cuando iba a su casa a jugar a la Play con mi amigo y la veía de refilón haciendo los deberes o estudiando en su cuarto; o cuando pasaba por la placita mientras jugábamos un partido de fútbol y me quedaba parado para verla irse con esos andares y esa melena hasta la cintura; o cuando se alineaban los planetas y coincidíamos comprando el pan y me decía hola. Me arrepentía de no haber preguntado más por ella o buscarla por el Facebook para saber si seguía tan increíble. ¿Si me la ligara sería como si ligara también Anastasio? Yo pensaba en todo eso, en cómo los amores imposibles de la infancia se te aparecen de vez en cuando, como fantasmas, mientras la música de fondo ahora no era tecno sino Kirsten esto y Kirsten lo otro. No me apetecía seguir escuchando la perorata a gritos de mi amigo. La fábrica abandonada era un sitio increíble, en realidad, y ese abandono no era tal. Aunque parecía como si no la hubieran arreglado del todo queriendo, estaba preparada para albergar ese tipo de fiestas sin que nadie corriese peligro de muerte. Se trataba de Alemania, no España, era de esperar que no muriese nadie allí por un fallo humano. Yo pensaba en eso, en la pena de que no hubiera sido real la visita a la casa de la hermana de Anastasio, en que tenía sed, en fin, cualquier cosa con tal de silenciar mentalmente todo lo que me venía contando este de las ganas de seguir besando a Kirsten y todo eso cuando, de pronto las cosas se torcieron: parados a dos metros de la barra la vimos, inconfundible con su altura digna de alero de la NBA y su cabeza al cero, besando a un tipo que había en el mismo punto donde estábamos hacía veinte minutos.
–Hostia, tú –le dije dándole un codazo–, que te han cambiado por otro.
Lo miré y estaba como cuando la vio la primera vez, como una estatua. O mejor dicho, estaba como esos pobres habitantes de Pompeya petrificados en una mueca de horror desde hace dos mil años
–¿Sabes qué? Al carajo, me dolía el pescuezo. Muy grande para mí. Vámonos, no pasa nada. Así es la vida.
Mi mejor amigo siempre fue la persona más optimista del mundo, y también el mejor con las trolas. Ahora, además, se había convertido en un estoico.
–Mira –le dije–, podemos hacer dos cosas: nos vamos ya o le damos la vuelta a la barra y pedimos otra. Total, ya que estamos aquí.
–Vale, toma la pasta, pero esta vez que sea un A, que el 1 me ha dado mala suerte.
Pobrecito. No me salía mucho más para consolarlo. Tampoco quería hacer más sangre, verlo así hizo que se me pasara toda la rabia que había acumulado en su contra. Llegué a pensar que todo había sido culpa mía, de tanto que deseaba que le pasara algo malo que no acarreara dolor ni muerte, por supuesto, una derrota así era suficiente, pero qué pena. Aun así, no se podía quejar mucho, visto lo visto. Nadie habría apostado ni un pavo por un plan como el suyo y demasiado bien había escapado. Con beso y todo. Pero es que la suerte volvió inesperada y repentinamente de su lado. Igual que la música parecía siempre igual y la gente parecía no moverse de donde bailaba como hipnotizada, la escena que vivimos no hacía tanto, también se repitió: Kirsten apareció y empezó a besar apasionadamente a Anastasio mientras servían nuestras copas. Por supuesto a él se le olvidó de golpe el dolor de cuello. Aparecieron hasta las otras dos, que siguieron a lo suyo, y esta vez sí, cuando pasó un tiempo prudencial y nadie me miraba ya, ni me quedaba qué beberme, empecé a sopesar que lo mejor sería irse de allí. No me gustaba sentirme Bill Murray en el día de la marmota.
No sé cómo pasó lo que pasó. Me había separado del grupo del amor de una vez por todas y tentaba a la suerte. Allí solo me podían pasar varias cosas –y no hablo de droga, que también–, pero si no me iba era porque bajar solo esas escaleras oscuras y llenas de grafitis me daba un poco de reparo. Ya subiendo se intuían cosas chungas en cada planta, ya vimos a gente rara, haciendo a saber qué, en cada rellano, y no me atrevía a enfrentarme a eso por las buenas. ¿Entonces? Desde una esquina observaba la escena sin creérmela pese a las horas que había pasado yo formando parte de ella, y me sorprendió percibir un cambio mínimo en la actitud de todo el mundo. Quizá la droga estaba haciendo su efecto, no lo sé, nunca me he drogado. Había como más entusiasmo en el ambiente. La monotonía de los movimientos, las caras neutras, no sé, todo parecía haberse transformado levemente. A lo lejos vi la cabeza rapada de Kirsten cerca de la zona del dj, pero no alcanzaba a ver a mi amigo porque se había juntado allí algo de bulla. Estaba pasando algo. Quizá había un sorteo, una bolsa repleta de eme para el rey y la reina del baile, pensé. Seguro que lo ganan estos dos. Eché mano al bolsillo y vi en el móvil que eran casi las cuatro y media. La música se paró de golpe en ese momento y todas las gargantas aullaron de repente. Me llevé el susto de mi vida. O eso creía yo. Tras el aullido se iluminó el techo con una proyección de una cuenta atrás del diez al cero. ¿Qué pasa, es fin de año y no me he enterado? Yo qué sabía. Estaba solo, no entendía un carajo de alemán, no podía preguntarle a nadie, tampoco me atrevía. Cuando llegó al cero, se hizo el silencio y los cuerpos pararon en la oscuridad más absoluta. Era un poco inquietante. Yo también me congelé. En las décimas de segundo en que aquello se convirtió en la fosa de las Marianas, sentí el miedo más grande de toda mi vida. Y de pronto, de forma súbita, se escuchó un golpe horrorosamente fuerte, metálico, que parecía una detonación o un disparo, o ambas, nunca había escuchado algo así fuera de una película. PAM. Y con él empezaron los gritos. Y al segundo, o menos, otro igual: PAM. Y cada vez más rápido. PAM, PAM, PAM, otra vez y otra, y todo el mundo gritando enloquecido mientras yo encogía el cuello, temiendo por mi vida y buscando algo parecido a un refugio. Conseguí pegarme a una pared y entonces lo supe. No eran disparos ni detonaciones ni nada parecido, era algo que, en lo más profundo de mi alma, interpreté como peor. Las ventanas, esas que estaban completamente abiertas y que yo no supe si en verdad estaban rotas, fruto del abandono, habían sido selladas. Eso eran aquellos golpes gordísimos, unas planchas metálicas de color negro que caían, una a una y cerraban por completo la sala. Pero ¿para qué? Se me vino a la cabeza la escena esa de Blade en la que un tipo acaba en una discoteca rara y del techo, de unos aspersores, empezaba a salir sangre y todos allí resultaban ser vampiros que intentaban comérselo. Ya está, me dije, hasta aquí llegamos. Me puse en lo peor, en lo más absurdo, pero es que no me lo podía explicar de ninguna de las maneras. ¿Y Anastasio? A lo mejor lo habían matado ya en mitad de la algarabía esa tan rara, yo qué sé. ¿Por qué estaban todos tan contentos? Ya decía yo que la Kirsten esa era una tía muy extraña. Volví a recurrir a los 3000 santos de mi atavismo de sevillano, pero temía que no fueran suficientes esta vez. Me cago en la puta, decía, me cago en la puta de oro. Yo estaba casi llorando de camino a la puerta que daba a las escaleras y pensaba que allí me iba a encontrar con alguien que no me iba a dejar bajar, pero no, la abrí sin problemas, sentí que era un milagro, otro más, y corrí sin mirar atrás y sin pensar en mi amigo, que quizá habría muerto por amor, es decir, por tonto. Llegué abajo y otro milagro, pues el portero que horas antes nos dejó pasar me sonrió, me abrió amablemente y me di de bruces con la realidad de todos los asuntos que acababa de vivir: se había hecho la luz. El sol había salido. Ah, por eso estaban cerrando las ventanas, por eso esa fiesta a ese momento, ya. ¿Se puede ser más gilipollas? Eso era, joder. Es que yo cómo iba a saber que en Berlín amanece a las 4:30 de la mañana en junio. ¿Cómo se puede vivir en un sitio así? Es que no habría pensado jamás que a esa puta hora salía el puto sol. Miré hacia arriba y vi las planchas negras en la planta de donde acababa de salir corriendo como un idiota. Seguro que nadie habría reparado en mí, que cada uno iba a lo suyo, que es, en definitiva, pasarlo bien y que, sobre todo, nadie se iba a imaginar que había un capullo pensando en vampiros o alguna otra mierda por el estilo. Dentro quedaban los más duros del lugar, incluido mi amigo. Y yo afuera, como siempre, por cagado.
Caminé por los alrededores de la fábrica de cerveza. La zona industrial, con las primeras luces del día, tenía un encanto extraño, bastante lejos de lo peligroso que me había parecido por la noche. Vi un taxi a lo lejos y le hice una señal. Y hablando de señales: los veinte pavos que estuve a punto de gastarme en varias ocasiones me salvaron de quedarme allí a esperar no sé hasta cuándo. Me fui al hostel, aunque lo que quería era irme a mi puta casa a abrazar a Curro y a estudiar para los putos exámenes, que buena falta me hacía. Llegué, me tiré en la cama y los muelles sonaron como el gato ficticio de la hermana de Anastasio. Qué sitio más desagradable. Miré el móvil y no tenía ni siquiera una llamada perdida suya, ni un mensaje. No se había percatado de que no estaba allí ya, para eso quería que viniera, ¿no? Lo mismo está follando, pensé, o mucho peor: lo mismo le da por venirse aquí a follar y yo, muerto de cansancio como estoy, me tengo que ir a la puta calle a esperar otra vez. Encima. Eso me hacía imposible intentar, siquiera, echar una cabezada. ¿Y si viene ahora? Si no aparece con Kirsten seguro que trae la historia, que me cuenta lo que ya sé, que le encanta besarla, que está buenísima, etcétera. Las ganas de cagar volvieron de golpe. Serían las copas esas, el A y el 1, el 1 y el A, y ya no podía alargarlo más. Tendría que afrontar el puro semen que me había dicho este, pero me daba igual todo. Salí al pasillo y cuando llegué toqué a la puerta del váter, que estaba cerrada. Una voz de mujer dijo algo en alemán, o a saber, y morí de vergüenza. Es que esto es la mierda: amanece a las 4 de la mañana, no tienen persianas, ¿lo del váter en mitad de un pasillo es también algo alemán? Me alejé para no incomodar a esa persona. La presión, para los asuntos que se llevan a cabo en un servicio, es una cosa muy mala. Cuando llegué a mi puerta e iba a entrar, escuché el pestillo y miré hacia allí de forma instintiva. La mujer y yo cruzamos la mirada y nos quedamos tiesos a la vez.
–Pero… –no me salían las palabras.
Si no fuera quien yo creía que era, ante ese pero dicho en rotundo español, habría seguido su camino. Tal vez me había confundido también con alguien conocido, pero ante ese pero, insisto, de no ser quien ella creía que era yo, habría descartado la posibilidad y habría seguido caminando. Quizá me había vuelto loco o me habían echado algo en la bebida o estaba soñando o todo a la vez, pero tener a esa persona delante de mí me parecía menos posible que la locura, la droga y el sueño juntos.
–Tú eres…
Me cortó a mitad de frase con otra en alemán, que por supuesto no entendí y que debió ser algo así como no entiendo qué coño dices, déjame en paz, aunque por su expresión, su cara de estar viendo un fantasma, tal vez me dijera no sé qué coño haces tú aquí, pero no le digas nunca a nadie que me has visto hoy en este sitio tan horrible. Justo en ese momento se abrió una de las puertas del pasillo y apareció un viejo calvo en calzoncillos que le dijo algo que evidentemente tampoco entendí pero que interpreté como ven para acá ya, coño. Y supongo que acerté porque el tipo asqueroso la cogió del brazo, la metió para dentro con una palmada en el culo y pegó un portazo.
El A o el 1 me debieron jugar una mala pasada, de eso no había duda, pero también tenía la certeza de que no podía ser otra más que ella. De vuelta del váter –que, por cierto, olía divinamente–, afiné el oído al pasar por delante de la puerta por la que había entrado con el viejo. No sé si esperaba oír gemidos o cualquier otra cosa, pero la verdad es que no escuché nada. Entré en mi habitación y Anastasio seguía sin dar señales de vida, ni estaba allí ni me había llamado ni me había escrito. Y casi que lo prefería. Necesitaba gestionar mentalmente lo que acababa de pasar, sacar alguna conclusión, no sé, intentar poner en pie la verdad absoluta, pero se me cortó el cuerpo cuando tocaron a la puerta.