Enemigos invencibles

Hay cosas que te acompañan para siempre, aunque no quieras, y ya está. Lo pensé el otro día por la noche, cómo no.

Un olor, por ejemplo, o la sensación de haber podido hacer algo más en una ocasión determinada, la oportunidad perdida, en fin, todo eso va contigo, aunque a veces se te olvide. Le daba vueltas –y eso que desde hace mucho tiempo tengo claro que antes de dormir no está bien echarle pulsos a la nostalgia– a partir del recuerdo de mi padre, a quien encontré en una foto de juventud que cayó en mi mano mientras movía unos libros. Fuerte y sonriente, interpreté como inequívoca su felicidad en el momento del disparo, en contraposición a sus últimos años, donde parecía haber asumido que el tiempo, la vida y todas sus desavenencias le habían acabado por infligir la más amarga de las derrotas. A él lo acompañó siempre la muerte. Nunca me lo dijo tal cual: Me preocupa la muerte o Tengo miedo de morirme, pero eso es algo que no se puede disimular, y yo lo heredé, igual que ciertos rasgos físicos, como los ojos azules o la constelación de pecas. Supongo que los miedos, cuando vienen de parte del padre, lo cogen a uno con fuerza por las solapas de la chaqueta imaginaria que representa su presencia aparentemente infinita e indestructible. Cuando murió, creí que nunca lo superaría, pero hoy ya tengo más años de los que llegó a cumplir él. ¿Cómo se asume eso, si hubo un día en que mi cuerpo entero cupo en las palmas de sus manos? Nadie está preparado para decir: Hoy, mi experiencia vital ha superado a la de mi padre. Pensándolo ahora, con el tiempo que ha pasado, y si busco en su tumba, lo que queda de él cabría en mi puño cerrado. Es para no creerlo.

La vida sigue, irremediable, pero la muerte viene al encuentro: todos tenemos enemigos invencibles. Murió mamá, mucho más tarde, después de años de hablar de mi padre sin descanso, conmigo y con cualquiera. A todas horas. Parecía como si él solamente se hubiera marchado a realizar trabajos forzosos a un país desconocido. También tenía otra forma de demostrar el luto para cuando tenía que estar callada, o simplemente dormir, y es que, al mirarla, con esa ropa negra como cerrar los ojos, sabías qué era lo que le pasaba. Comprendí en ese tiempo que su mayor miedo, lo que a ella le había perseguido siempre, era que un día mi padre faltara, y una vez atropellada por eso, convencida de que había ocurrido, lo único que le quedaba era atraer a la propia muerte con sus quejas y sus lamentos, con esos suspiros, el chasquido de labios. Estoy seguro de que ella pensaba que aquello podía acelerar el reencuentro. En fin, cada cual tiene su idea sobre el trance de morirse. Cuando llegó su momento, descansé, como ella, de la muerte en suspenso de mi padre, y pude por fin encontrar a una nueva enemiga incansable: la memoria. No es que viviera en un permanente estado de amnesia, pero hasta que no fui huérfano por completo, por muy adulto que ya fuera, no supe que era tan sensible ni propenso a los viajes a los cumpleaños más lejanos en el tiempo, a los veranos interminables, cuando estábamos todos y teníamos delante el futuro como una flor completa y por deshojar. Qué le vamos a hacer.

Con todo, de mi madre acabé quedándome con eso: el miedo a la muerte del amor de mi vida. Haciendo cuentas, reuní el temor por la mía propia y el terror por la de mi querida Claudia, que, unidos al constante flujo de pensamientos enfocados hacia el pasado, me sumió, durante los preciosos años que viví a su lado, en un estado de absoluta insatisfacción rayana en la depresión que me impidieron disfrutar bien de nuestra historia en común.

Me quedé solo, entonces, y me dediqué a lo mismo que toda la vida: pensar en la muerte, pensar en los lugares a los que podían haberse marchado mis seres más queridos, mis amigos más antiguos, los maestros entrañables, las profesoras maravillosas. Leí y volví a leer las teorías del eterno retorno que encontré en Borges –Volverá toda noche de insomnio: minuciosa– y en Kundera, pasando por Nietzsche; pensé en el cielo y el infierno cristianos o la reencarnación de los budistas y los hinduistas; las naves espaciales que algunos dicen que se llevan a la gente para empezar una nueva vida con el aspecto y la edad que desean, cualquier tontería de esas. Ninguna me ha convencido: es lo que tiene que nadie haya podido asomarse, siquiera medio segundo solamente, a esa incertidumbre milenaria.

De Claudia, como solo fuimos familia por unos papeles que firmamos, lo que heredé fue su ropa, sus perfumes, algunos cuadros que pintó para decorar la casa, un cenicero del que nunca se han ido del todo los restos de ceniza que dejó el tabaco que fumó durante tantos años, algunas plantas, en fin, su vida material, aparte del recuerdo de tantos días maravillosos que desgraciadamente no supe disfrutar como me habría gustado. No ha pasado mucho tiempo, pero se nota mucho, no me hago a la idea todavía. Lo que me tranquiliza de todo esto es no haber sucumbido al impulso que se suele tener, a veces de inmediato, a veces con el tiempo, de deshacerse de todos esos efectos personales que conforman la vida de las personas cuando ya no están. Ahora que soy viudo, entiendo a mi madre, que guardó todo, absolutamente todo, cuando mi padre se fue. No me dio nada para que yo me lo quedase, ni la cadenita de oro que siempre llevaba al cuello, ni siquiera sus libros favoritos, y cuando tuve que hacerme cargo, como no era más que un huérfano sumido en el dolor de su pérdida, pensé que lo mejor sería tirarlo todo menos las fotos y poco más, para poder empezar a olvidarlos lentamente y no por completo. Qué error. Ahora sé que por eso no vuelven, que sus muertes son creíbles y para siempre. Vendí su casa y me deshice de sus cosas, qué error, me repito: ahora no tienen a dónde volver ni qué ponerse. ¿Y si mi madre fue a buscarlo porque tardaba? Con Claudia no me va a pasar, yo sé que no. Aunque se me caiga encima esta casa, donde vivimos juntos tantos años. Aunque abrir el armario me devuelva su fragancia, cada vez más insoportable. Esta vez no me va a pasar, ya cometí ese error antes. Por eso me visto con la misma ropa que ella me elegía cada mañana, aunque esté vieja; por eso no llevo flores a su tumba, ni sé con exactitud dónde está; por eso no echo el pestillo de la puerta de casa cuando me acuesto por las noches; por eso llevo siempre encima la última foto que nos hicimos, por si no me reconoce con estas arrugas y este pelo tan blanco que se me ha puesto; por eso, en verdad, ni siquiera salgo de casa más de quince minutos. Por si acaso.

Hay cosas que te acompañan para siempre, quieras o no, y ya está, pero un día, casi sin darte cuenta, lo único que llevas encima son cosas absurdas, como el miedo, la conciencia o un reloj bueno. Y eso es insoportable.

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