Biblioteca de visionarios heterodoxos y marginados

Me hice amigo de Juan Bonilla un par de años antes de que se muriera sin saber la ruina que me iba a dejar por herencia. Como estoy viejo –decía en la carta que me dejó, escrita con su puño y letra–, como siento que estoy en la puerta de embarque, he pensado en hacerte un regalito. Tú sabes que ya no queda apenas nadie que lea, y los libros solo les interesan de verdad a cuatro tontos; puesto que perteneces a los dos grupos, no creo que haya nadie mejor que tú para que se quede los míos. La única condición que te pongo es que los saques del local en menos de un mes a partir de que esparzan mis cenizas en el campo del Xerez. No creo que mis legítimos herederos tarden mucho más de eso en venderlo para que lo conviertan en la típica cafetería donde sirven pasteles con forma de pene. Efectivamente, lo que fue la librería de viejo de este hombre, en la mismísima plaza de la Alfalfa, se convirtió en tiempo récord en un negocio de hostelería que se llama El marido de la pena, y ya nadie se acuerda de lo que fue porque en vida tampoco es que la frecuentara mucha gente aparte de mí. La verdad, es algo que entiendo a la perfección: el mundo del libro antiguo lleva mucho tiempo en manos de personas oscuras y cualquiera sabe cómo entra en una librería de esas, pero no cómo sale. No era el caso de mi amigo, y no lo digo por haberme dejado todos esos libros que alguna vez llegué a envidiar, eso, como ya he dicho, fue una auténtica calamidad para mí. Juan Bonilla era una persona con la que más o menos se podía hablar, y eso es mucho decir. Aquí en Sevilla, ciudad donde hubo una librería de segunda –y tercera y cuarta– mano por cada cinco mil habitantes, era difícil dar con una en la que el dueño –casi siempre eran hombres de sesenta años para arriba– no fuera un auténtico malasangre. A veces me pregunto si fue esa la verdadera razón de que desaparecieran casi todas, y no tanto la moda de las cafeterías con culos de hojaldre rellenos de crema y esas cosas, en fin. El caso es que un día, por hacer algo salvajemente diferente en mi vida, decidí tomar un camino alternativo de vuelta del trabajo y me topé con una librería sin nombre que tenía buena pinta. Nada más entrar pensé que esa era la mejor de todas solo porque el dueño me dijo hola, pero esa sensación me duró bastante poco. No sé por qué no me quedé en el saludo, trasteando por mi cuenta, pero me acordé de un libro concreto y al preguntarle se torció todo de forma dramática:

–No sé si tendría La novela del buscador de libros.

El tipo me dedicó una media sonrisa:

–¿Me estás vacilando, chaval?

No lo oí bien o, mejor dicho, me cogió desprevenido.

–¿Cómo?

–Esa novela es mía.

Su cara de repente parecía otra, y no sabía cómo interpretarla. Ya está, pensé, al final este va a ser otro malacara.

–¿Suya? No le entiendo.

–Sí. A ver, todos estos libros, por lo menos de momento, son míos. Son mis hijos. Tengo unos veinte mil, algunos ya muy mayorcitos, los pobres, que se me deshacen con la mirada, pero ¿sabes que ese libro que me pides es mío mío?

Yo no era capaz de comprender tal galimatías, así que, tal vez llevado por el primer hola inesperado que me había soltado, pensando que sí que sería buena gente, me la jugué:

–Vale, pero si se lo compro es mío, ¿no? ¿Así funciona aquí o cómo?

–Bueno, déjalo, anda. Espérame aquí: tengo cincuenta, por lo menos. Si compras uno te regalo veinte más.

Y se fue para adentro. Yo ya pensaba que era él quien me estaba vacilando, lo típico de los viejos, pero no, apareció con una caja, la abrió y efectivamente estaba llena de ejemplares de ese libro que yo andaba buscando.

–Una pregunta, ¿para qué lo quieres?

Esta vez no me hice el gracioso, lo primero que pensé decirle era que lo quería para leerlo, pero yo qué iba a saber que mi respuesta, que no era ninguna mentira, le iba a sentar así de mal:

–Pues resulta que hace poco leí un artículo antiguo en internet sobre libros para bibliófilos, y yo soy uno de ellos, lo confieso. Siempre estoy buscando libros raros por aquí y libros perdidos por allá. También leí en el artículo que su autor, un tal Juan Bonilla, también era un auténtico bibliófilo. A ver si es verdad.

–Vete de aquí ahora mismo.

Me dio el corte de mi vida. Se le puso la misma cara que llevaba otro librero de viejo del centro del que no me gustaría dar más detalles. Bueno, qué coño, voy a dar más detalles, que esto no lo va a leer nadie: este señor al que me refiero ahora, y perdón que me aleje de la historia por un momento, tenía una librería de lance en la calle S**, entre la iglesia de L** T****R** y el bar más antiguo de Sevilla. Y hasta aquí puedo leer. Sigo: este tío está loco, me dije, cien por cien confirmado.

–Fuera de aquí pero ya.

Y me fui sin libro y bastante jodido, la verdad. Nunca me habían echado de ninguna parte, aunque estaba escrito que, si me pasaba alguna vez, sería en un sitio de esos.

Pasaron los meses y yo me había olvidado del asunto. No quería saber nada del libro, ni de la librería, ni de su puta madre. Bueno, miento: lo pensaba más de la cuenta y me moría de la rabia. Claro, yo soy ese tipo de persona que se muere de la rabia justo después del conflicto, o sea, cuanto ya está en casa y ha echado la llave con dos vueltas y los cerrojos y el pestillo y la cadenita, incluso. La clase de persona que sabe muy bien qué decir a posteriori, y en verdad quería volver a pasar por allí alguna vez porque en mi cabeza me salía genial lo de decirle cuatro cosas a ese cabronazo, pero por hache o por be no me cogía nunca bien del todo. Hasta que un día pasé, pasé porque siempre he sido un adicto a la adrenalina, me gusta mucho eso de acercarme al peligro y mirarlo de frente, aunque sepa que no vaya a hacer ni decir nada, soy un voyeur del riesgo. Me paré en el escaparate y metí el hocico disimuladamente entre un par de montañas de libros desde donde se veía el mostrador a una distancia prudente –también he de decir que llevaba una bufanda que me cubría media cara, y unas gafas de sol, y el cuello del abrigo me lo levanté también– y solo vi a un muchacho joven. El viejo mamón parecía que tenía un empleado o algo así. O se ha muerto, pensé. No sé de dónde saqué las fuerzas, ni las ganas, pero entré y fui directo a preguntar:

–Buenas, ¿La novela del buscador de libros?

En qué momento.

El muchacho me sonrió en silencio –ahora lo pienso y me entran escalofríos: ¿era una trampa? Había pasado un tiempo, podría no haber vuelto por allí, joder, parecía que me estaba esperando– y del fondo de la librería surgió la voz del viejo:

–¡A ti te quería yo ver!

Me cagué en los pantalones, lo reconozco. Sentía que cada latido era una puñalada que me daba el corazón en el pecho, pero mantuve el tipo y conseguí no salir corriendo.

–¿Perdón? –intenté hacerme el tonto sin éxito, creo que incluso puse acento extranjero, de francés o una cosa parecida.

–Pensé que nunca más vendrías por aquí –me dijo aproximándose mientras se encendía un cigarrillo como si fuera un mafioso de las películas, entrecerrando los ojos y todo:

–Eh…

–Sí, sí, ya, ya, ya, aquí no se puede fumar, se supone, pero esto es mío y a mi edad ya no pueden meterme en la cárcel. ¿lo sabes? Te he estado esperando –echó una calada y me dio la espalda–. Sabía que te acabarías dejando caer por aquí. Mira, tengo una cosa para ti.

Ya está, pensé, va a coger un abrecartas y me va a cortar el pescuezo o algo así. Este tipo es capaz de tener aún un artilugio de esos.

–Bueno, tengo varias cosas. La primera es una disculpa, no sé qué me pasó ese día. Bueno, sí lo sé, no me había tomado la pastillita; la segunda es un libro –y de debajo de un montón de tomos de una enciclopedia de animales sacó, como si supiera de verdad, no era una exageración, que iba a volver, La novela del buscador de libros–, te lo he dedicado, incluso, aunque eso no vale nada ya, lo siento por ti; la tercera y última es una lección que no quiero que olvides: yo no soy un puto bibliófilo, eso es una mariconada, yo soy un bibliómano. Si no sabes lo que es, lo buscas en internet, que eres tú muy de internet. Y ahora vete al carajo. La próxima vez que vengas por aquí, haremos como si nada. Adiós, adiós, adiós, ciao, ciao, ciao.

Evidentemente me fui. Eso era un manicomio encubierto, estaba claro. De camino a casa, cuando estaba a salvo en el metro –nunca pensé que diría eso con la de gente que están matando ahí abajo últimamente– lo entendí todo un poco. No es que ese señor tuviera el mal del librero de viejo –que también–, es que yo no tenía ni la más remota idea de que él era el puto Juan Bonilla y esa novela era suya en términos de autoría, de ahí la confusión del día de marras. Bueno, y lo de la bibliofilia fue una pedrada suya que más tarde comprendí. Y es que él acabó muy quemado con todo el mundo porque cuando era un escritor reconocido que se tenía que esconder y poner excusas para no acudir a los míticos saraos literarios, lo que de verdad le pasaba no era que le diera pereza o fuera vergonzoso, sino que estaba hasta las narices de que en cada presentación y en cada entrevista, viniera a cuento o no, le soltaran eso de la bibliofilia –Juan Bonilla, autor de no sé qué y no sé cuánto, bibliófilo destacado…–, cuando lo que él tenía era una enfermedad incurable, de condición maniaca, y que gracia, lo que se dice gracia, tenía más bien poca. Y por mucho que lo explicara nadie se enteraba. En fin, nos hicimos amigos entre una tontería y otra y el trato entre nosotros mejoró hasta el punto de que me sentí adoptado por él, como si yo fuera uno más de los libros de ese lugar. Eso sí, aunque hablábamos mucho y de cualquier cosa, con toda la cercanía del mundo, a veces llegaba yo allí y ni me miraba ni me decía nada, quizá ni se percataba de mi presencia, aunque le hablara, los viejos a veces son así: un día era yo una primera edición de Jardín Umbrío y al otro la autobiografía de Nazario.

–Soy como San Luis, veinte mil hijos tengo, lo que pasa que estos no pelean, más bien al revés. Pero ahora te tengo a ti para ayudarme con todos ellos, que yo cada vez estoy peor de lo mío –tosió–. Ven, mira, acércame esa caja, que te voy a enseñar un librazo que nadie más en España tiene, una golosina de Samuel Ros que creo que prohibieron hace poco, te vas a cagar, chaval.

Y así pasaron dos años graciosos, la verdad. Juan Bonilla se murió y me dejó esos veinte mil hijos a mí, como si fuera yo el padrino de todos y cada uno de ellos. Mi mujer también me dejó, por supuesto, en cuanto metí los primeros mil, y esa fue parte de la ruina heredada. De la noche a la mañana, mi casa se inundó de libros y la historia de mi matrimonio hizo buena la frase esa de cuando nosequé entra por la puerta, el amor salta por la ventana. Bueno, no se puede tener todo en esta vida, yo me consuelo pensando que desde muy chico soñé con tener una cantidad insana de libros y que lo de casarme fue más presión social que anhelo. El problema, lo verdaderamente terrible de todo este asunto, es que con el lote venía una maldición. Juan Bonilla me lo había dicho alguna vez, aunque yo no le eché demasiada cuenta porque me contaba muchas cosas raras que yo achacaba a su edad y al mal del librero de segunda mano.

–Te voy a decir una cosa: no te vayas a creer que esto es un paraíso, más bien es una condena. Aquí tiene que haber algún libro hechizado, ¿sabes? Yo no estoy aquí por gusto, sino porque se me vinieron encima catorce o quince calamidades. Con lo bien que me iba a mí todo, me cago en todo.

Según me contó, de la noche a la mañana empezó a pelearse con todo dios. Perdía amigos por razones tan peregrinas como extraviar un abanico, estornudar tres veces seguidas o ganar un premio literario. Un día, el constructor que le estaba haciendo una pedazo de casa en el barrio de San Julián empezó una sutil estafa que dejó su cuenta a cero. Mira, Juan, te comento que este mes, por culpa de un terremoto en Rodesia, el precio de los quicios de las puertas ha subido locamente, te paso los nuevos precios, ¿vale?; oye, una cosa, Juan, que se viene otro retraso porque tengo a la mitad de la cuadrilla con varicela, y entre una cosa y otra, cuando se le acabó todo el dinero, lo único que le quedó fue un local que por suerte había comprado en los años de vacas gordas, por si acaso, y se puso a vender allí su biblioteca personal para poder vivir. Un auténtico desastre que acabó con la puntilla de la directora de su última editorial, que le envió un correo que puso fin a su carrera: O te haces una cuenta de Instagram y cuentas tu vida, o no publicas más libros aquí

Han pasado cinco años desde la muerte de Juan Bonilla y creo haber descubierto el origen de todos los desastres, por eso estoy haciendo esto, que no es ningún homenaje ni reivindicación a un escritor exitoso y multipremiado que cayó en desgracia y yo tuve la suerte de conocer, no. Ni siquiera es una oda íntima a la amistad. Necesito dejar por escrito todo lo que rodea a este libro del demonio que tengo ahora delante de mí y que lleva todo un lustro, con sus días y sobre todo con sus noches, arrinconándome a base de grandes y pequeñas derrotas cotidianas. Ahora que me hago viejo y quiero, por nombrar un par de cositas que le achaco, echarme una novia nueva y volver a dormir ocho horas seguidas sin que se me pince la espalda, voy a ver si soy capaz de terminar con este asunto de una vez por todas.

Vamos por partes: en el tiempo que trasteé la librería, le había sacado al viejo, prácticamente por céntimos, muchos libros raros. Anatomía comparada de los ángeles –¿cómo es posible que exista algo así? –, Diario de Conchita de Garabandal –que va de cómo un médico tergiversa las visiones de la Virgen que tuvo una niña hace un siglo y a partir de ahí se monta un lío del copón– o El libro de San Cipriano –esto es un grimorio, o sea, un libro de hechizos, o sea, la perdición de cualquier lector asiduo de horóscopos y esas cosas–. Me gustan mucho ese tipo de libros que ya no se hacen porque cuando yo era chico mis padres tenían una estantería llena de ejemplares así que nunca pude ni oler porque estaban protegidas por un cristal, para empezar, y encima estaban bajo llave. Luego pasó lo del incendio, que no viene al caso, y no se salvó ni uno, así que se me quedó esa espinita clavada que me fui sacando poco a poco de ir a la librería. Pero claro, una vez que mi casa fue invadida por ese ejército silencioso, mi búsqueda de libros la sustituí por la búsqueda de acomodo para todos ellos. Dejaron de verse las paredes, tuve que sacar muebles para crear muebles a base de apilar libros y más libros… Una ruina, ya digo. Pues un día –iba a recurrir a la fórmula clásica de un buen día, pero no, visto lo visto fue un día de perros– se cae un muro de libros en el cuarto de baño mientras buscaba el papel del culo y, para que no se forme la de Dios es Cristo, me levanto como puedo, con los pantalones por los tobillos, y equilibro unos libritos por allí y otros por allá y acaba en mis manos, como por arte de magia, uno que se llama Defensa de la contemplación, de Miguel de Molinos, que abro y leo en la primera página que pertenece a una colección llamada BIBLIOTECA DE VISIONARIOS HETERODOXOS Y MARGINADOS. Así, en mayúsculas. Qué es esta cosita, me dije relamiéndome. Una emoción como esa es un gran remedio contra el estreñimiento, así que me vi en la obligación de acabar con lo que había ido a hacer allí en el baño para empezar en condiciones con la búsqueda de esa biblioteca extraña que debía estar por ahí mismo. Exacto, de donde había sacado ese empezaron a aparecer todos esos libros ignorados por mí durante años: Santoral Extravagante, Los cuervos de San Vicente, Del anticristo, Los sueños de la razón… Libros y libros de esa condición, libros de lo extraño, que daban miedo mirarlos, con la misma pinta que los que se habían quemado en casa de mis padres. Y entonces, mientras los barajaba como si fueran cartas del tarot, apareció uno que me dejó frío. Lo tuve claro desde ese mismo momento: ese era el que había provocado que mi mujer se fuera de casa o que me picara una teta todos los días entre las cinco y las seis de la tarde; el libro que a saber en qué más cosas estuvo metido antes –eclipses inesperados, lunas de sangre, la desaparición repentina del cometa Halley, en fin, todos los desastres de este siglo, yo qué sé. ¿Cómo supe que era él? Se titula La granja olvidada del leproso arcipreste de Alcalá de Guadaíra, un nombre inofensivo si eres de Ribadesella, pero es que yo nací en ese pueblo de Sevilla. ¿Conocería Juan Bonilla este libro? Seguramente pasó por sus manos en un momento determinado, muy lejano en el tiempo, pero no podía estar seguro. Tuve la sensación de que, de haber sido así, el libro le habría resultado atractivo –no sé cómo explicar muy bien esto–, el viejo habría sabido que ese era el volumen ruinoso y se lo habría endosado a alguien o lo habría dejado en el típico bar a donde iban los muchachos que hacían esa cosa tan fea que era la perfopoesía, no se lo habría quedado. Vale, yo nací en Alcalá de Guadaíra y eso había mordido mi curiosidad; pero ¿un arcipreste? No sabía lo que era exactamente un arcipreste, así que lo busqué. Por desgracia, o por tonto, ya no recuerdo lo que es, algo así como un cura especial, pero a quién le importa ya eso. El caso es que iba de una especie de sacerdote con lepra que tenía una granja en Alcalá de Guadaíra y eso era demasiado para mí, tenía que leer ese libro a la de ya. En la portada, lo estoy viendo y se me están poniendo los pelos de punta, aparece una especie de Satanás con sonrisa malévola que dirige, como si se tratara de una orquesta, a una serie de criaturas con atributos animalescos que danzan en torno a él. Ah, y no he dicho el autor: un tal Fray Hernán de las Heras del que no venía nota biográfica y del que internet no dice nada. Pocas historias se me ocurren que puedan ser más atractivas.

Empecé a leer y primera sorpresa: el monje que se supone que firma el libro es, además, el protagonista de la historia. Este es el relato escrupuloso de lo que viví –dice en la primera frase, dando a entender también que se trata de un hecho real– de camino al monasterio de San Isidoro del Campo cuando una tormenta me sorprendió, ahora lo sé, para que viera con mis propios ojos la verdadera vocación. Por lo visto, Fray Hernán de las Heras, siempre según él, venía desde el monasterio de San Bartolomé de Lupiana, en Guadalajara, para ocupar el puesto de historiador del monasterio de Santiponce, a las afueras de Sevilla, un lugar famoso por ser de los primeros focos de Reforma Protestante en toda España, y se vio obligado a buscar refugio porque caían del cielo gotas que ardían y herían mi piel. ¿Lluvia ácida? ¿Era eso posible en aquella época? Ya había pasado por el mítico despoblado El Gandul y había comprado el famoso pan que allí se hacía, faltaba poco para llegar, pero se encontraba en mitad de la nada corriendo en busca de un lugar donde guarecerse cuando se topó con una construcción muy humilde que parecía abandonada. Toqué varias veces y con fuerza a la puerta de madera podrida, pero nadie me abrió. Con la idea de ocuparla piadosamente en caso de estar vacía, volví a llamar con más fuerza para no cometer un error fatal. Nada. El hombre dio la vuelta a la casa en busca de una ventana que no tuviera varios listones de madera de lado a lado, tanteando cómo entrar, y volvió a la puerta para un último intento: Por caridad, abran a este humilde siervo de Dios. Y por fin oyó un levísimo ruido que provenía del interior, como una tosecilla, seguido de un imponente quién va. Fray Hernán de las Heras –dijo–, hermano de la orden de San Jerónimo, y la puerta se entreabrió. A medio metro del suelo se asomó lo que parecía ser un niño y el monje se presentó de nuevo mientras entraba lentamente hacia una estancia que estaba en penumbra y que olía muy mal. Del fondo, apoyado en un bastón, surgió la figura de un hombre mayor que se presentó simplemente como arcipreste de Alcalá de Guadaíra, a lo que añadió que en breve nombrarían a un sucesor porque él se encontraba enfermo y por eso estaba retirado en ese lugar tan humilde. Al ser un hombre de Dios, entiendo que conoce muchas oraciones, ¿no es cierto? Pues rece lo que pueda, no por mí, sino por usted, porque tengo lepra y, además de no tener cura, es muy contagioso. A Fray Hernán de las Heras le entró un miedo que se agudizó justo unos segundos después, cuando la vista se le hizo a la oscuridad y vi que por todas partes había criaturas que parecían huidas de las mismísimas calderas del infierno, espantos terribles que me rodeaban e impedían que pudiera batirme en retirada. Ya no era solo el asunto de la lepra, un estigma aún hoy, pese a los chistes crueles de los niños –¿qué es un leproso en una piscina? Una pastilla efervescente, en fin, cosas así–, es que allí, en ese lugar que hedía a carne quemada, había una caterva de seres grotescos que lo rodeaban y amenazaban con hacerle cualquier cosa. Ante tal escenario, el pobre monje perdió el conocimiento.

Cuando llegué a este punto del libro, que aquí está resumido, pero llevaría como unas treinta páginas, no sé por qué me vi a mí mismo, una persona miedosa donde las haya, en ese lugar. Recordé que una vez vi en YouTube a un director de cine hablando sobre la diferencia entre el miedo y el terror:

–El miedo –decía– es cuando estás leyendo en la cama, por la noche, y escuchas un ruido raro que viene de la cocina. El terror es cuando vas a la cocina a ver qué se ha caído y te la encuentras llena de zombis.

Pues eso exactamente sentí que debió vivir el pobre hermano de San Jerónimo que se estaba marcando un paseo por la Andalucía profunda que recorrieran los Washington Irving y demás, pero en este caso por razones, digamos, más sacras. En fin, el arcipreste le dijo, una vez repuesto, que se había pegado un par de días en ese vahído, y Fray Hernán de las Heras le preguntó si aquella estampa que presenció nada más llegar había sido fruto del cansancio, pues miró a su alrededor y allí no había nadie más. Hermano, la llamada de Dios es para siempre, y aunque yo ya voy a dejar de ser arcipreste, mi deber es seguir el camino que tomé y ayudar a los más necesitados. Aquellos a los que viste son mis hijos, yo me hago cargo de todos ellos y los cuido y les enseño a cuidarse entre ellos y a cuidarme a mí que ya estoy viejo y estoy enfermo. Esta granja olvidada es un asilo para los apestados, pero aquí también vive Dios, él está en todas partes. Fray Hernán de las Heras no pudo pasar su pensamiento por ningún filtro antes de convertirlo en palabras: pero son monstruos, ¿o es que no lo ve? ¡Son criaturas demoniacas! ¿Cómo puede vivir con ellos? ¿Acaso es, en lugar de arcipreste, el mismísimo Satanás? En cuanto dijo esto apareció una de las criaturas con una olla y el monje se tapó la cabeza con la manta. No son monstruos, hermano. Son personas. Como tú y como yo. Descúbrete, por favor. En ese momento, el arcipreste hace pasar a todos y se los va presentando a un Fray Hernán de las Heras que masculla oraciones entre dientes pero que poco a poco se va incorporando al ver que el hombre tenía razón y no había nada que temer. Por ejemplo, lo que él creyó un niño cuando le abrieron la puerta era en realidad un muchacho de veinticinco años llamado Diego que, a tenor de la descripción, tenía lo que hoy sabemos que es enanismo, uno un tanto peculiar, pues estaba perfectamente compensado, no tenía una cabeza muy grande como otros enanos que el propio fraile había visto anteriormente en ferias o pidiendo por las calles, simplemente era como si se hubiese quedado para siempre con el aspecto de un niño de siete años; el chico que acababa de asustarlo sin querer, el que venía con la olla, según lo cuenta, parece que tiene cretinismo, aunque en aquel entonces no existía un nombre para esa enfermedad: su lengua era muy gorda, dice, le llenaba la boca; su cabeza parecía abombada y su cara, más pequeña de lo normal, tenía unas facciones tristes, con los párpados caídos, y no reflejaba, en absoluto, el mínimo atisbo de inteligencia; hay también una persona doble, con cuatro piernas y cuatro brazos y dos cabezas, todo repetido; un hombre alto alto como un campanario y ligero ligero como mi hábito; un chico sin ojos pero con ocho dedos en cada mano y en cada pie; o un hombre casi anciano que parece una oruga, pues se arrastra por el suelo como tal. Fray Hernán de las Heras se da cuenta de que ha cometido un error y se siente muy mal por haber ofendido a unas personas que necesitan, por encima de todo, aceptación, así que decide quedarse allí unos días más pese a que en el monasterio lo deben estar esperando. El personaje, el héroe, por decirlo de alguna manera, realiza un viaje donde sufre un contratiempo y recibe toda una lección de manos de un maestro: un clásico de ayer y hoy. Paro la lectura por la página cien, más o menos. El libro es entrañable, incluso. No puedo evitar pensar en Juan Bonilla como el viejo leproso y en que esto mismo que pienso le haría gracia. Sigo la lectura y Fray Hernán de las Heras se queda en la granja: encontré un lugar maravilloso donde llevar a cabo la misión de ayudar a los más necesitados. ¿No es eso lo que el Altísimo querría de mí? Sembré, recogí hortalizas, ordeñé a la vaca, recogí los huevos del gallinero y cociné para todos como si estuviera en mi propio monasterio. También dice que contó historias en las largas noches y trató uno a uno con todos ellos, mediando en pequeñas disputas y haciendo reír a los más inocentes. Según él, a quien más cariño cogió fue a un hombre pájaro con una cabeza del tamaño de un puño y una nariz de gorrión que no hablaba nunca, no parecía tener esa capacidad. Su mirada era la viva imagen del amor de Dios. El monje se marchó por fin rumbo a San Isidoro del Campo con una talega con algo de comida y un pequeño cántaro de agua. No vuelvas, le dijo el arcipreste, tú has sido la única excepción en nuestra vida. Quien llega hasta aquí no abandona este trozo de tierra, pues todos fuimos encomendados por Dios al olvido. Ya sabes, hermano, que no hay que dejarse engañar por el rostro de los demás, pues es en el interior donde se halla nuestro verdadero valor. Con Dios. Hasta nunca.

Pero el monje no se queda a gusto. Llega a lo que va a ser su casa para siempre o hasta que llegue otra orden o lo que sea, y él no para de darle vueltas a lo que ha vivido. Quiere volver. En la página 152 paré la lectura, casi al final. Según mi teoría inexplicable, este libro es el origen de todos mis males y, aunque no sé si Juan Bonilla lo llegó a leer, también de los suyos. También, según mi teoría, en manos de otra persona este libro tiene un título diferente que le llame la atención, y eso me lleva otra vez al viejo, que me dijo un día algo así como que no somos nosotros los que elegimos a los libros, solo lo parece: son los libros los que nos escogen, estamos en sus manos. Solo tienes que hacer la prueba: cierra los ojos y elige uno cualquiera, te prometo que llegarás a una página que habla ya no de ti, sino del momento que estás atravesando en tu vida.

Me quedé clavado en la página 152 de La granja olvidada del leproso Arcipreste de Alcalá de Guadaíra porque no estaba preparado para leer que Fray Hernán de las Heras se lo piensa mucho y vuelve hasta allí, pese a que el arcipreste le ha dicho que vuelva más, y el viejo se muere y él tiene que hacerse cargo de esas personas que nadie quiere y a las que se lleva de ahí para arrumbarlas como puede en un lugar donde las cuida como si fueran sus propios hijos y así sucesivamente. Como si lo viera: no sé si pasar una página más, aquí tengo el libro, delante de mí, con el marcapáginas atravesado, retándome; no sé si me da más miedo desmontar toda esta historia de la ruina heredada o descubrir que a lo mejor no me echo una novia porque ya apenas salgo de casa y que la teta me pica porque me están comiendo los mismos bichitos invisibles que devoran sin parar todos estos libros, como una especie de lepra bibliómana o algo así.

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