Las cosas que les pasan a los demás

Mi padre llegó un día a casa con un meteorito. Ten cuidado, me dijo mientras me dejaba en las manos una piedra que, pese a que tenía el tamaño de una pelota de golf, pesaba absurdamente.

–Pero ¿esto qué es? –le pregunté agitándola con cierto esfuerzo.

–¿Qué te parece? ¿Es un meteorito o no?

–Nunca he visto un meteorito, así que no sé –dije yo con indiferencia.

–¿Qué es un meteorito? –pregunto mi hermano Sergio.

Lo que entonces dijo mi padre no se me olvidará en la vida, sobre todo porque –ahora lo sé– aquello debió ser el principio de todo:

–Un meteorito es esto –me quitó la piedra y empezó a moverla lentamente con la mano simulando un vuelo aéreo con sonido y todo–, un trozo de roca extraterrestre, o sea, que viene de fuera de la tierra, desde muy lejos, muy lejos, muy lejos, que ha atravesado la galaxia desde un sitio que nadie conoce, quién sabe si desde un planeta habitado por alienígenas que ha explotado y ahora ha caído en el nuestro.

Los ojos de mi hermano brillaban de ilusión, le encantaba la idea de que tuviésemos un pedazo de cualquier cosa que viniera del espacio, pero mi padre no se quedó ahí:

–¿Te imaginas que esto en realidad es un cacho de la cabeza de un alien? ¡Qué asco! ¡O un trozo de una nave espacial! ¿Quién sabe?

–Anda, tú sí que estás hecho un alien –mi madre intervino para ponernos a todos los pies en la tierra–, vete a la ducha ahora mismo que traes un pestazo a sudor que no se puede aguantar.

Yo me fui a mi cuarto a seguir hablando por teléfono con la chavalita que me gustaba por entonces. Subí corriendo las escaleras y me encerré hasta que dieron las diez de la noche, por lo menos, y cuando bajé a cenar mi madre estaba por acostarse y mi hermano debía estar ya en el quinto sueño.

–Tu padre se ha vuelto loco –me dijo–, mira a ver si le quitas la idea esa que se le ha metido en la cabeza.

Me dio un beso y me señaló al patio.

–¿Papá?

No veía nada. La luz del porche estaba apagada. Pulsé el interruptor varias veces, pero no se encendió.

–Ven –oí que me decía desde el final del patio–, estoy aquí.

Crucé el césped y la vista se me fue haciendo a la oscuridad.

–¿Qué pasa? ¿Qué has hecho con la farola?

–Esta es la primera opción, la he tapado con una manta vieja. ¿Tú crees que se quemará o algo?

Tenía los brazos en jarra y miraba hacia arriba, hacia una farola que era de la calle pero sobrepasaba el muro de nuestro patio, alumbrándolo parcialmente.

–Yo qué sé, pero ¿para qué? ¿Qué pretendes?

–Mira, Julio, mira al cielo, ¿has visto cuántas estrellas? Este finde en el campo he visto de todo en el cielo. Ha sido impresionante. No sabemos nada del universo. Aquí entre una cosa y otra no nos enteramos de nada. Hay que volver a mirar al cielo, Julito, allí están todas las respuestas.

Yo miraba al cielo sin saber muy bien qué decir, pero mi padre parecía entusiasmado.

–¿Me traes una cerveza? Voy a quedarme un poco a mirar las estrellas. Me he enganchado a esto, como tú al teléfono. O como tu madre a las series esas que ve. Ah, y acércate la butaca de allí cuando vengas para acá, ¿vale?

Me dio un golpecito en la espalda y se quedó observando la farola tapada. Cuando le traje lo que me había pedido le dije que a lo mejor alguien llamaba a la policía por eso mismo, o que alguien podía pasar por ahí detrás y quitarla, sin más.

–¿Y si pasa un vagabundo y se la lleva? Yo qué sé.

–No importa: le pego una pedrada.

No dije nada y me fui a la cama con la duda de si la piedra era para la farola o para el vagabundo. Cualquiera me parecía posible.

Los días siguientes transcurrieron con normalidad. Estábamos a mediados de junio. Yo acababa de pasar al último año de bachillerato y me sentía casi un adulto. Ya sabía lo que quería estudiar en la universidad, a dónde me iba a ir a pasar unos días con mis amigos próximamente, en fin, lo que cualquiera llamaría buenos tiempos. Pero una tarde, mi padre llegó a casa del trabajo y nos sentó a la mesa del comedor para darnos una noticia que nos sorprendió mucho:

–Lo dejo todo. Bueno, en realidad, le he dicho a mi jefe que me quiero tomar un año sabático.

Mi madre se quedó en silencio. No hizo las preguntas que yo me estaba haciendo y que, por supuesto, no formularía. Preguntas como si seguiríamos teniendo internet o si podría seguir comprándome ropa guay y recibiendo mi paga semanal. Ella lo miró a los ojos y dijo:

–Lo que nos faltaba.

Se levantó, cogió el bolso, las llaves del coche y pegó un portazo tremebundo. Cuando me fui a acostar, todavía no había llegado, pero a mi padre le daba exactamente igual, o eso parecía. Desde mi ventana lo vi en el patio mirando las estrellas y soltando ese ah sostenido que sale por la garganta después de un sorbo de cerveza helada y que da mucha rabia oírselo a cualquiera.

Al día siguiente entendí ese lo que nos faltaba. Mi madre nos estaba haciendo un zumo de naranja a mi hermano y a mí, que estábamos en la mesa, aún bostezando y empezó a decirnos cosas que en realidad eran para ella misma, no esperaba respuesta. Que estaba harta de partirse el lomo en el estudio durante ocho horas más el peso de la casa como para que ahora saliera con esto; que había empezado el verano y mi padre todavía no había sido capaz de buscar un plan para ellos como todos los años; que ni siquiera salían a tomarse una cervecita por ahí, ni íbamos a cenar todos juntos, en fin, cosas así. A mí lo que me llamó la atención fue lo último que dijo:

–Y cada noche se acuesta más tarde. Todas las noches un poquito más tarde. Y yo tiesa como un palo en la cama, sin pegar ojo porque me pone nerviosa que pueda venir en cualquier momento, que siempre me despierta porque además viene con tres o cuatro cervezas encima. Como si viniera del bar, pero no, está en el patio de casa, a oscuras porque ha quitado la luz del porche y ha hecho no sé qué con la farola de la calle, para ver las estrellas. Anda y que le den por culo.

Eso último no sé si lo dijo o lo pensé yo. Mi padre era un tío raro, esa es la verdad, y mi madre es guapísima, podría estar con cualquiera. Entonces y ahora. Aunque la situación ahora es muy diferente. Han pasado cuatro años y muchas cosas desde ese día en el que aún no pasaba nada, la más gorda de todas es que mi padre está en estado catatónico absoluto, con la mirada fija y todo, con flexibilidad cérea –es decir, que si yo ahora, que lo tengo aquí al lado, le cojo el brazo y se lo levanto, ahí se queda hasta que se lo baje, y lo mismo con una pierna o un dedo– y todo tipo de cosas desagradables, aunque por suerte no es ninguno de esos que gritan de repente, ni suelta una hostia inesperada al que está al lado. Sea como sea, un castigo que no merece nadie, y menos mi padre, que solo se volvió loco. O eso dijo mi madre unas pocas de veces. Curiosamente dejó de decirlo el día que vivimos el primero de los episodios traumáticos con él. El primero de manera consciente y alrededor de este tema, quiero decir. Pero antes habría que contar cómo nuestra casa se fue llenando de eso que algunos llaman literatura ovni. Y es que, de la noche a la mañana, mientras mi madre se quejaba de él, mi hermano jugaba a los marcianitos y yo pensaba en la chavalita esta que me gustaba, que estaba intentando que sus padres la dejaran venirse con nosotros al camping de Chipiona, mi padre empezó a recibir varios paquetes al día. Sonaba el timbre y gritaba:

–¡Paquetito!

El mensaje de otros mundos, de Eduardo Pons Prades.

–¡Paquetito!

Comunión, de Whitley Strieber.

–¡Paquetito!

Así un día y otro y otro. Ovnis S.O.S. a la humanidad, de J.J. Benítez, Emisarios del engaño, de Jacques Vallée, Operación Caballo de Troya, de John Keel. Uno que con el tiempo me ha sorprendido mucho es Un mito moderno. De cosas que se ven en el cielo, de Carl Jung. Yo pensé durante un tiempo que esto era un asunto de sinvergüenzas comecocos que se habían hecho ricos a costa de gente que buscaba respuestas alternativas a las preguntas que nos desuelan desde la noche de los tiempos, pero luego, a partir sobre todo de este último, me di cuenta de que esto era mucho más complejo de lo que creía y que no todas estas personas eran unas estafadoras fantasiosas, sino que estaban como mi padre, locos por saber. Aunque en su caso concreto debería usar otra palabra, como ansioso. Da igual. Cada vez que me veía me decía cosas del tipo:

–Hay un informe, recogido por las autoridades, que habla de un hombre que iba por el campo y de repente vio una especie de carruaje sobrevolando su cabeza. Un carruaje tirado, en vez de por caballos, por un globo ovalado gigante. Pues bien, según estos documentos, de este aparato extraño surgió una cuerda con un ancla que enganchó la pierna de este pobre hombre y lo arrastró cientos de metros con intención, según él, de llevárselo, pero tuvo la suerte de agarrarse al tronco de un árbol y pudo contarlo. Eso pasó en el siglo diecinueve, o sea, antes de ayer. Impresionante, ¿no crees?

Y yo decía algo así como ya, ya, y me iba otra vez a mi cuarto. A mi madre también le contaba cosas así. Lo escuchaba hablar cuando bajaba a almorzar, o cualquier cosa, y me daba la vuelta para que no me diera la chapa con que las apariciones de Fátima o Lourdes en verdad son contactos en la tercera fase, como la peli, todo un suplicio. Mi padre se había convertido poco a poco en un agente Mulder de andar por casa. Porque esa es otra: mi padre no solo dejó el trabajo, sino que dejó de salir de casa. Olvidó también su higiene personal y, para colmo, fue dejando de usar ropa de forma paulatina. No nos lo podíamos explicar. O no queríamos, porque nadie abordó el tema. Mi hermano, por razones obvias, no decía nada. Yo creo que le parecía hasta gracioso. Y yo tampoco decía nada. Pensaba que mi padre se había vuelto más raro, pero ya está. Mi madre, por su parte, ya tenía bastante con todo, que ya lo sabíamos de tanto que se quejaba, y con razón, pero aun así tampoco dijo nunca algo como papá está malo, necesita ayuda, ni nada por el estilo.

Hasta que un día no apareció en la hora del desayuno. Era verano, como ya he dicho, pero por norma general, por mucho que trasnochara, aparecía en la cocina muy temprano. Demasiado, para su modus vivendi. No pensamos nada raro hasta que dieron las dos y media y nos sentamos a comer.

–¿Todavía no se ha despertado? –le pregunté a mi madre mientras me sentaba.

–Yo paso –me dijo ella sentándose también.

–¡Voy a buscarlo! ¡Papá! ¡Papi! ¡Soy un viajero del tiempo! ¡Voy a rescatarte!

La ocurrencia nos hizo sonreír a mi madre y a mí. Bajamos la guardia. En Sergio era mucho más gracioso cómo había calado el asunto. Mi padre vivía en Expediente X, pero mi hermano era, por hacer una analogía absurda pero tan entrañable como él, E.T. o Alf. Escuché sus pasitos apresurados hasta el final de la escalera y de repente recibimos la sacudida súbita del más absoluto e inesperado de los horrores.

Un grito.

Sordo.

Inconmensurable.

Como de una bestia.

Tres o cinco segundos que se hicieron años. 

Y el llanto de mi hermano.

Y mis cubiertos rebotando sobre el plato de comida.

Y los de mi madre por el suelo.

Casi que volé hasta llegar a Sergio, que señalaba con cara de espanto la puerta encajada de la habitación de mis padres. Qué pasa, qué pasa, pero la única respuesta fue un abrazo y un llanto y ese dedo índice indicando hacía ese sitio. Mi madre abrió la puerta de un golpe con la palma de la mano y la luz del pasillo iluminó a mi padre, que, desnudo y hecho una pelota sobre el colchón, mascullaba unas palabras que no alcanzábamos a oír. El olor fue otro golpe. Olía como a amoniaco. También había gotas de sangre en las sábanas. Me llevé a mi hermano al patio. Mi madre se metió en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Una hora después –la peor hora de mi vida, sin duda– mi madre bajó con la ropa de cama hecha un gurruño y la metió en una bolsa de basura. Detrás de ella venía papá. Estaba vestido y parecía que, además, se había duchado. Mi madre tiró la comida, ya fría, y pedimos pizza. Por supuesto, hicimos como las familias normales y no hablamos de lo que había pasado.

Una semana duró mi padre con ropa. Volvió el ansia. Vino el repartidor con más libros y volvimos a escuchar lo de paquetito y todas esas cosas, y poco a poco empezó a trasnochar más y más y más. Sergio dejó de jugar a los marcianitos y yo abandoné la idea del camping –tal vez algún día cuente qué pasó allí entre la chica que me gustaba y mi mejor amigo de entonces. No me sentía cómodo dejando a mi hermano pequeño en casa, después de aquel shock. A mi madre tampoco. Ella también dejó el trabajo por un tiempo. Nunca me lo ha dicho, pero yo creo que desde ese momento empezó a buscar una salida a esa situación tan desagradable. No sé si un divorcio, así tal cual, pero yo la veía desesperada. A veces la sorprendía hablando sola, susurrando una queja, un lamento mínimo, estas son las cosas que les pasan a los demás, decía muy bajito, con los ojos muy abiertos, lo que te cuentan que le ha pasado a alguien que conoce no sé quién, pero no puede ser que nos esté ocurriendo a nosotros, no puede ser, y de repente volvía en sí y la vida seguía su curso, ah, hola, cariño, estabas aquí, ayúdame que quiero cambiar estos muebles de sitio.

Un buen día –y de verdad creo que lo fue–, mi padre tocó a la puerta de mi cuarto y entró sin esperar respuesta. Había tenido el detalle de vestirse, lo cual agradecí cuando se sentó en mi cama:

–He estado pensando mucho últimamente.

Yo no dije nada. Lo miraba en silencio, esperando un discurso, una disculpa. No sabía qué era lo que me tenía que decir, pero que se vistiera indicaba que se trataba de algo especial y que tenía que recordarlo para siempre.

–Hay algo en todo esto –y todo esto yo sabía que tenía que ver con los ovnis– que me hace creer que estamos muy cerca de la verdad. Quizá me he comportado de manera extraña, Julio, pero tú sabes de sobra lo mucho que te quiero. A ti y al hermano. Y a mamá, por supuesto. Pero ¿sabes qué? Sé que hay un más allá.

Abrió la palma de la mano y vi que tenía el meteorito.

–Cógelo. Es tuyo. Guárdalo siempre, por favor.

No dije nada y cogí la piedra absurdamente pesada. Al tacto era fría, como recién sacada del congelador. Levanté la vista hacia mi padre, que me miraba con media sonrisa dibujada en los labios. Quizá esperaba algo. Yo no sabía qué decir y no pude mantenerle la mirada. Al bajarla vi que en su mano tenía el meteorito. No, el meteorito lo tenía yo.

–¿Ese es otro o qué?

Mi padre sonrió y dijo:

–Y tengo otro, aparte de este. Para tu hermano y para tu madre, claro.

Se levantó y se fue. Yo no entendía nada. ¿Lo había partido en tres trozos? Eso era imposible. Miré la piedra y no había rastro de haber sido cortada, tenía el mismo tamaño del primer día. Pero en vez de preguntarle, o darle más vueltas al asunto, dejé el meteorito en la cama y me puse a jugar a la Play. Al cabo de poco rato la apagué. Estaba enfadado o triste, o las dos cosas. Miré el meteorito fijamente durante un buen rato. No tenía motivos para creer que aquello era de verdad un objeto caído del cielo a saber cuándo. Podía mirarlo en internet, incluso. Teclear m e t e o r i t o en Google y darle a Imágenes, así acabaría con ese misterio. Pero yo ya sabía, no sé por qué, que la piedra que deformaba la superficie de mi cama con su peso era el resto de un cometa o un planeta que había explotado o la puta cara de un puto alien. Joder, dije en voz alta. Pero lo que quería decir en verdad –hoy lo sé– era papá, te creo. Lo que sea que hagas, que pienses, te juro que te creo, me da exactamente igual. Vámonos al sitio ese donde encontraste el meteorito, a ver si hay más, pero vámonos ya. Mamá, el hermano, tú y yo. No puedo soportar ni un segundo más esta locura.

Una semana después se lo llevaron por primera vez. Aquel día yo me había despertado tarde, y no tuve ni que preguntar. Al no verlo leyendo o haciendo cualquiera de sus cosas especiales, y viendo la hora que era, me puse en lo peor. Mi madre estaba en el patio con mi hermano. Él jugaba en el césped, estaba ensayando su nuevo movimiento especial, me dijo. Mira, mira, mamá dice que esto se llama voltereta. Pero yo me asusté cuando vi que ella se estaba comiendo las uñas mirando a la ventana de su habitación, que tenía aún la persiana bajada. A la hora de comer seguíamos allí afuera, como el que espera a que los bomberos apaguen el fuego que está destrozando su casa para poder asomarse por fin a comprobar si los álbumes de fotos han sobrevivido. Y dieron las cinco y no había noticias de desastre alguno. Sergio no dio muestras de tener siquiera hambre, mucho menos de querer asomarse dentro y ya ni hablamos de subir a despertar a mi padre. Cuando empezó a anochecer, se abrió la puerta del porche y lo vimos salir como siempre, en pelotas, pero con cara de desesperación.

–Pero ¿qué hacéis aquí?

No contestamos nada. Yo incluso pensé que era una pregunta normal, o sea, se acababa de levantar y estábamos, extrañamente, al fondo del patio, junto a un cubo lleno de litronas vacías.

–¿Dónde os habíais metido? ¿Por dónde habéis entrado?

Silencio. Silencio incómodo.

–¡Llevo desde esta mañana buscándoos por toda la casa! ¡Pensando que os habíais escondido de mí!

Mi madre escupió la última uña que se había estado mordiendo y dijo:

–Aquí llevamos todo el día, esperándote, cariño.

Su voz salió más conciliadora que de costumbre. Sabía cómo llevar ese asunto.

–¿Aquí? ¿Qué quiere decir aquí? También he estado en el patio. He contado catorce las veces que he salido aquí. ¿Te estás quedando conmigo?

Ese te estás quedando conmigo sonó amenazador. O mejor dicho, sonó desesperado, pero teníamos mucho miedo. Mi padre entró en casa y dio un portazo. Mamá llamó al 112 y explicó en voz baja lo que estaba pasando. Tengo miedo de entrar, dijo, esta situación me supera, tengo dos niños pequeños, por favor, que alguien venga cuanto antes. Yo iba a cumplir los diecisiete, pero en ese momento me sentía tan desamparado que no me importó que mi madre se refiriera a mí como un niño indefenso. La verdad es que lo era. Al cabo de un rato vino la policía a preguntar. Cuando sonó el timbre, entramos en casa y nos encontramos con el horror de que mi padre, de verdad, había revuelto la casa buscándonos o buscando yo qué sé qué, su cabeza, incluso. Estaba todo patas arriba, había trozos de objetos por todas partes, un desastre. Al ver a los dos agentes se puso muy nervioso y al final vino una ambulancia que se lo llevó. Un día después apareció como cuando mi madre lo sacó de la habitación, cuando el primer episodio realmente grave. Le habían puesto una medicación, por lo visto, pero él nos dijo ese mismo día que no se pensaba tomar ni media pastilla.

–Esto es lo que quieren –nos dijo sonriendo durante el almuerzo–. Pero conmigo no van a poder, yo sé lo que hay. Además, vosotros sabéis que yo no soy peligroso. Pensar diferente no es peligroso. Yo creo…

–¡Ya está bien! ¡YA!

Mi madre dio un golpe encima de la mesa que nos dejó mudos. Se levantó y señaló a papá con el tenedor:

–Como vuelvas a hablar de esas mierdas, como te vea igual que hasta ahora, te juro que cojo a los niños y no nos ves nunca más. ¿Está claro?

Y se hizo el silencio. Mi padre bajó la cabeza y no abrió la boca en todo el día. Apenas duró bien hasta el día siguiente, poco a poco fue volviendo a eso que mi madre llamó esas mierdas.

La complicación total de todo este asunto, el día que se quedó marcado para siempre en nuestro calendario familiar, llegó cuando estaba terminando el verano. El mes de septiembre es como el de enero, tiene esa cosa de año nuevo, que empieza todo a rodar otra vez, incluso lo de apuntarse al gimnasio o dejar de fumar. En el caso de mi padre, su propósito fue contarnos qué le estaba pasando. Pero no fue así de sencillo, no. Mi padre no funcionaba ya de una forma, digamos, normal. No decía las cosas como imaginaba yo que las decían los padres de mis amigos.

–Tengo algo que contaros.

Su voz estaba diferente. Más seca. Pese a todo lo que fuimos viviendo, mi padre era una persona afable. Sonreía mucho, eso no lo dejó, pero en ese momento estaba como nervioso, parecía con miedo.

–Voy a bajar las persianas, ¿vale? A oscuras se habla mucho mejor.

Silencio.

–Vale –tosió levemente–, ahora voy a necesitar que os quitéis la ropa. Es muy importante.

El tono de su voz adquirió gravedad. Entendimos que lo decía muy en serio.

–Es indispensable que no haya interferencias en el mensaje. Quitaos la ropa.

No obedecimos. Estábamos paralizados, y la oscuridad acentuaba la seriedad del asunto.

–Está bien –dijo mi madre–. Nenes, quitaos la ropa. No pasa nada.

Su voz también tenía la gravedad suficiente para que pensáramos que todo estaba bien, así que obedecimos.

–Os voy a contar de una vez qué es lo que está pasando. ¿Os acordáis del día del meteorito? Desde entonces me vienen pasando unas cosas realmente increíbles.

¿Ah, sí?, pensé, dínoslo a nosotros. Pero mi padre seguía hablando. Diciendo cosas como que lo sentía mucho por haberse comportado raro, pidiéndonos perdón por habernos asustado y esas cosas, hasta que dijo:

–Hasta ahora no he tenido permiso para contar todo esto.

Vaciló un momento y lo soltó:

–Llevo unos meses haciendo viajes por el hiperespacio.

Hiperespacio. Esa palabra de las películas retumbó en mi cabeza. Viajes.

–La primera vez que me llevaron fue aquel día que tanto te asusté, Sergio. ¿Te acuerdas, campeón?

Silencio.

–Pero ya estoy acostumbrado a ir y venir, ya no me afecta tanto. Tenéis que comprender que las velocidades que se alcanzan nos hacen mal a los humanos, aunque a todo acaba acostumbrándose uno.

Mi padre estaba loco. No es que necesitara ayuda, como ya sabíamos, no. Estaba loco. Mi padre no era solo un poco especial, por lo que sea. Estaba loco de remate. Hiperespacio. Pero entonces dijo algo que sí sonó peligroso:

–Ellos vienen y me suben, sin que me dé ni cuenta, a una nave. Sí, como las que os podéis imaginar. Son tal cual. Millones de personas en todo el mundo han pasado por lo mismo y las descripciones son exactas. Pues bien, me han comunicado que podéis venir vosotros también. Os quieren llevar conmigo de viaje por el hiperespacio.

A papá se lo llevaron esa misma tarde. Después de contarnos eso, mi madre nos sacó de allí y nos fuimos a casa de la vecina de enfrente, que hasta entonces no sabía nada, y desde ahí llamó a quien tenía que llamar. Cuando entramos ya no estaba, y cuando lo volví a ver ya estaba así, como lo estoy viendo en este momento. Tieso como un muñeco, pero en paz, sin complicaciones en su cabeza ni para nosotros. Esto último lo dijo una médica.

–Está ahí –dijo–. Su estado es irreversible, pero podéis hablarle. De hecho, eso le hace bien. Se entera de todo.

Hoy le he empezado a leer una novelita que se llama Los extraños, de Jon Bilbao. Sé que le va a gustar. Hay ovnis y personajes raros que aparecen y desaparecen. Mi hermano Sergio, que ya es un adolescente, le cuenta todo lo que hace en el instituto. Todo. Nos pide a mamá y a mí que nos vayamos, que tiene que hablar con él de cosas íntimas. Sigue siendo entrañable. Y bueno, mi madre ha pasado por todo, tiene altibajos, como es normal, pero yo la veo tranquila. La he visto, incluso, besarle la cara. Esta semana es el aniversario de aquel día, el último en el que todo fue normal. Y digo normal porque creo que preferiría que mi padre estuviese como estaba, y no así. En el fondo, claro, porque no sé bien si habría acabado siendo peligroso. El caso es que cada año, cuando llega el día, cogemos nuestro trozo de meteorito y lo sacamos al patio, allí donde se ponía él, y pasamos toda la noche mirando al cielo, como le gustaba. No lo hemos hablado –seguimos siendo de esas familias que no hablan las cosas–, pero estoy convencido de que ellos también piensan lo mismo que yo, que mi padre está viajando por el hiperespacio, que se ha perdido o se ha retrasado o tiene alguna misión especial, y por eso nos sentamos a su lado a esperar que lo que fue vuelva con nosotros, o que nos lleve en una de esas naves que tanta gente ha visto y volvamos a estar juntos, de verdad, aunque sea en la otra punta del universo.

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