Gol

Aunque para mí no hace tanto, la verdad es que han pasado más de veinte años de aquel domingo, uno que podría haber sido cualquiera, uno más y sin más, y que, también cualquiera, a tenor de los acontecimientos, lo recordaría como feliz. No es el caso.

Se me ha venido a la cabeza aquel día, que era San Valentín, porque también hoy es domingo y desde el patio del gimnasio, adonde he venido a sudar los excesos de toda la semana, veo un partido de fútbol de chavales que tienen la edad que yo tenía entonces, unos trece años, o así, y de esa forma es como empecé yo aquel 14 de febrero. Jugar los partidos de liga no me encantaba, no tenía nada que ver con entrenar, que era algo que sí me divertía, pero la incertidumbre de no saber muy bien si el otro equipo sería bueno, si el chico al que me tocaría cubrir era el mejor de ellos, en fin, si tendría dificultades de cualquier tipo, no era lo mío. No me gustaba enfrentarme a la única presión, aparte de la de sacar buenas notas en el instituto, que tenía por aquel entonces. Pero aquella mañana todo eso acabó pronto: a los diez minutos o así ya íbamos ganando dos a cero y se podía uno permitir el lujo de cierta relajación o fallar algún pase en largo. Al descanso llegamos habiendo metido cinco, y el tiempo en el vestuario no se pareció en nada a la de aquellos partidos más igualados o en los que íbamos perdiendo, que nos llevábamos unas broncas morrocotudas. Nada más empezar la segunda parte, marcamos un sexto gol que ya no celebramos con tanta efusividad. El entrenador nos pedía más, eso sí, que mantuviéramos la concentración, que no dejásemos de marcar goles. A él nada le parecía suficiente. Y de pronto se paró todo por primera vez aquel domingo: sin venir a cuento, como si esto fuera una peli de niños, apareció la chica que me gustaba. La puerta del campo estaba junto al córner de la banda por donde subía desde el lateral izquierdo y la vi perfectamente entrar con su padre. Era toda una sorpresa, porque jamás había asomado su linda carita por allí, y el hecho de que fuera 14 de febrero, por supuesto, lo tomé como una señal del destino. La relajación que me daba el resultado, unida a que el chico al que yo cubría era más malo que un demonio, desaparecieron de golpe, pero a cambio surgió en mí una confianza que nunca había sentido, así que, con esa compensación cuasi mágica empecé a jugar como si un ojeador del Sevilla estuviera viendo el partido para ver si había alguien a quien fichar para su cantera. El guion de esta novelita juvenil sigue su curso: nos pitan un penalti a favor y mis amigos, desde la grada, comienzan un cántico con mi nombre. No entendía nada, pero todo acabó cuando miré al entrenador, que tenía que decidir aún quién lo tiraba,  y vi que me estaba señalando. Tíralo tú, el penalti es tuyo, pero márcalo, ¿eh? Casi me cago encima. Yo no solo no había tirado uno en toda mi vida, es que jamás había marcado un gol, siquiera. Pero ¿qué podía hacer? Lo que yo quería era que me tragara el albero que cubría el terreno de juego, o echar a volar, o que cayera una bomba atómica; sin embargo, antes de que me explotara la cabeza de la presión, apareció un compañero con el balón, me lo soltó fuerte en las manos y me dirigí hacia el punto de penalti para colocarlo y que fuese lo que Dios quisiera. Por el camino, recuerdo que me crucé con un rival al que entre dientes le dije que lo iba a fallar. El chaval me miró muy serio y me dijo ¿eso cómo va a ser?, y yo me puse un poquito más nervioso. Mi padre estaba junto a la portería: más nervios. A pocos metros a su lado, la chica que me gustaba: más nervios. Y el árbitro pitó. Era el puto minuto de oro de mi vida. Me sentía Neil Armstrong bajando la escalerilla que separaba la nave del suelo lunar, y corrí y corrí y le pegué a la pelota. Le pegué al centro y tan mal que hasta el portero se sorprendió: se fue a tirar hacia un lado, pero el mínimo renuncio que hizo le impidió rectificar lo suficiente para poder alcanzarla del todo. La tocó, pero fue gol. Una mierda de gol, pero fue mi gol. Mis compañeros me abrazaron rápidamente, lo celebraron como si fuera el uno a cero en el último minuto, y aún hoy pienso que qué coraje no haber podido llegar a abrazar a mi padre, que venía a verme todos los partidos y se lo quería dedicar. En fin, que el partido siguió y llegamos al descuento con el apabullante resultado de 12 a 0. Claro, si hasta yo había marcado, cómo no se iba a hundir el equipo rival. La grada cantaba olé, olé a cada pase nuestro y ya solo podía salir mal que marcáramos el 13. Por aquel entonces ya era un supersticioso terrible, y pensaba, de verdad que lo pensaba, que un gol más lo estropearía todo. De hecho, llegó. El partido acabó 13 a 0, pero no pensé en nada malo porque, joder, qué más daba, había marcado el primer gol de mi vida delante de la chica que me gustaba y, además, era el día de San Valentín. Al carajo la mala suerte, eso no podía existir.

Cuando salí de las duchas, todo el mundo estaba más contento por mi golito que por la victoria. Me felicitaron más de lo que mi vergüenza podía soportar, pero yo me sentía tan bien que pude saludar a la Inma sin morirme allí mismo. Qué golazo, me dijo a la vez que me daba con la mano en el hombro del que colgaba mi macuto. Si eso no era una señal de que me tenía que declarar, yo ya no sé.

Pero esto no es un cuento, es, desgraciadamente, lo que pasó el día que marqué mi único gol oficial. Y es que al día siguiente, el instituto había preparado un buzón para que la chavalería le mandara la cartita de amor de turno a la persona que le gustaba, y como yo venía de marcar un gol, habíamos ganado 13 a 0 y nada me podía quitar las ganas de comerme el mundo, por fin me declaré a esta chiquilla. La suerte, cuando viene de cara, sirve de impulso para muchas cosas, así que metí mi carta a la hora del recreo y a la salida, cuando las repartieron, me fui corriendo muertecito de la vergüenza. En casa, a escondidas, leí las que me habían mandado a mí. Nada interesante. La Inma no me había mandado ninguna por su cuenta, pero yo estaba muy optimista, pensaba que al leer lo que le había dicho se convertiría en mi novia para siempre. Solo tenía que llegar al instituto el martes y recibir mi primer beso, así pasaba en todas las películas y yo siempre me las he creído.

Por la tarde, para suerte de mis nervios, teníamos entrenamiento. Allí comentamos el partido, mentimos sobre las cartitas recibidas y hablamos de mi gol entre risas. Unas risas que acabaron de golpe cuando llegó el entrenador y nos dijo la frase que aún hoy tengo clavada en la garganta:

–¿Os acordáis del portero de ayer? –¿cómo no nos íbamos a acordar? Yo lo recordaré siempre: rubito, de ojos claros, pantalón de chándal gris con parches en las rodillas y camiseta azul marino con rayas doradas al estilo noventero– Pues me ha llamado el entrenador del Pilas para decirme que anoche se murió de un ataque de asma.

Y antes de que pudiésemos decir nada, aunque no sabíamos ni a dónde mirar, nos puso a darle vueltas al campo. Fue el calentamiento más silencioso de la historia. Esta, la del único gol oficial que marqué en mi vida, acaba aquí, en este otro domingo, por supuesto, menos triste que aquel.

Ah, y la Inma me dio calabazas, claro.

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