Historia de un fracaso

Miras tu documento de identidad o tu pasaporte y lees: Michael Collins.

Siempre has pensado que te llamas de una forma muy corriente y que, como tú, habrá miles que tengan el mismo nombre y apellido incluso en la misma ciudad en la que vives. Sí que es un nombre menos común para el lugar donde naciste: Roma. Dudas que pueda haber, siquiera, un Michael Collins que haya nacido alguna vez en la capital de Italia, pero quién sabe. Aun así, pese a ser el único Michael Collins nacido en Roma, en toda la historia, es bastante probable que nadie se acuerde de ti, nadie que piense que eres alguien, que te tenga en cuenta. ¿Es posible que te cruces con alguna persona, no sé, en la panadería de la esquina, por ejemplo, y sepa que eres una persona única en el mundo? Es imposible. Sin embargo, a lo largo de tu vida has conocido a personas que son excepcionales. Y no en el sentido que a veces se le da a ese adjetivo, sino en el literal. Excepcional como excepción, como lo que tú no eres, o, mejor dicho, como lo que nadie sabe que eres. O sí, no lo tienes muy claro. Muchas veces reflexionas sobre ello. Pudiste serlo en algún momento determinado, tal vez, pero, ¿quién se acuerda?

¿No será que el problema es que te llamas Michael Collins y que con ese nombre no se puede llegar muy lejos? Sea como fuere, ese no es tu caso. Volvemos al sentido literal, pero esta vez con muy lejos. Sí, literalmente has llegado muy lejos. Más que nadie, o casi, o, al menos, igual de lejos que los que han llegado más lejos, literalmente hablando de nuevo.

Vuelves a mirar tu documento de identidad y te invade una sensación de vértigo. En menos de tres años, con suerte, cumplirás los noventa, y es inevitable que pienses en el más allá. ¿Existe? Tú sabes que sí, que hay un más allá ahí arriba. Lo has visto con tus propios ojos, has estado allí, incluso, pero sabes que no vas a volver, y menos cuando te mueras.

De manera irremediable, después de la fecha de nacimiento, lees los nombres de tus padres, que ya no existen. Sus nombres sí, pero ellos hace tiempo que murieron. Te acuerdas mucho de cuando eras pequeño, y, siempre que lo haces, piensas en la frase que leíste en alguna parte que decía: “La infancia es como un cuchillo clavado en la garganta: cuesta mucho sacarla”. Recuerdas vivamente cuando quisiste ser jugador de béisbol, cuando quisiste ser pintor y cuando quisiste ser astronauta. Todo aquello que soñabas, con fuerza, cuando eras pequeño, no era diferente a lo que suelen soñar los niños, en mayor o menor medida. Cambia el béisbol por el baloncesto o algún otro deporte, cambia la pintura por la medicina, por la veterinaria, pero lo de astronauta déjalo. ¿Existe alguien que no haya soñado alguna vez con pisar la luna? Imaginas que, incluso en donde no se sabe nada de la luna más allá de que cada noche aparece sobre el cielo, los niños sueñan, seguro, con viajar hasta ella. La pena es que soñar no compromete nada, y que en la mayoría de los casos se acaba siendo lo que se puede, lo que te dejan o lo que te queda. En tu caso fue todo eso junto: cuando quisiste darte cuenta, tu padre te había inscrito en la Academia Militar de West Point, en Nueva York.

 

No te fue mal, eso está claro. Allí elegiste el bachillerato de ciencias y sacaste unas notas impresionantes. Tu madre se sentía muy orgullosa de ti. Esperaba que acabaras en algún laboratorio, o siendo profesor de alguna universidad importante, pero como tu padre no se contentó, seguiste adelante con sus planes y te convertiste en piloto de combate.

 

Aquello fue en la época en que Yuri Gagarin se convirtió en el primer ser humano en viajar al espacio, y en el primero en cumplir el sueño de toda la humanidad. Sentiste envidia, es obvio, tú volabas por el cielo y él lo había hecho por el espacio. Aunque fuera durante poco más de hora y media y tú llevaras miles de horas de vuelo, ¿qué era eso al lado de la hazaña de aquel soviético? Hoy, si buscas en una enciclopedia cualquiera, encontrarás su nombre y podrás leer su vida y milagros, pero si buscas el tuyo, quizás ni salga, por eso no lo haces. Incluso hoy, sigues soñando que buscas por la ce de Collins y te encuentras: Michael Collins, un don nadie.

Pero tú no eres un don nadie, tú eres alguien único y lo sabes, y no sólo por ser el único Michael Collins nacido en Roma. ¿Cuál es el problema, entonces? ¿Que no sales en la enciclopedia? Da lo mismo, tú sabes quién eres y lo que hiciste. Sabes que, después de lo de Yuri Gagarin, y gracias a tus miles de horas de vuelo y tu bachillerato de ciencias, te llamaron de la NASA, del Programa Espacial, y te ofrecieron la posibilidad de ser astronauta si pasabas una serie de pruebas. Y las pasaste. Y viajaste al espacio. Y estableciste el récord de altitud alcanzada por el hombre. Y fuiste el tercero en pasear fuera de una nave espacial, de sentir ese vacío sobre ti, alrededor de todo tu cuerpo. Y luego volviste a la tierra. Y fuiste un héroe nacional.

¿Se acaba ahí tu historia? Sabes que no, que va mucho más allá, aunque nadie se acuerde de ti. Tú sabes que la vida te puso ahí, tienes la foto enmarcada en el salón de casa. Y aunque sales muy serio, estás en el centro de la imagen. Debajo de ti salen tus dos compañeros de misión, Neil y Buzz, ellos sí sonríen. Te acuerdas de ellos todos los días. Ellos, por cierto, sí salen en las enciclopedias, los has buscado miles de veces. Y en las entradas de cada uno viene contada la hazaña que todo el mundo conoce, la de Neil, con su famosa frase, y la de Buzz, como el segundo hombre en pisar la luna, la que tú viviste en primera persona. Porque fuiste el tercer hombre de aquella misión, lo recuerdas perfectamente. Estuviste en el minuto de oro de la historia de la humanidad. ¿Recuerdas qué se siente al estar ahí? Pero no lo puedes recordar porque no pisaste la luna. Tú fuiste el elegido para quedarte en el módulo de mando y ver cómo tus dos compañeros hacían el idiota sobre la superficie lunar y se convertían en los héroes del mundo. Cómo plantaban la bandera, cómo daban saltitos de aquí para allá. Cómo, en definitiva, cumplían el sueño de todas las personas de la tierra, incluido el tuyo.

Hoy, nadie que sepa tu historia puede decir que, en verdad, has fracasado en la vida, pero el hecho de que nadie la sepa es lo que te hace pensar a ti, y eso es lo que cuenta, que sí que lo has hecho.

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