Nací, es obvio, hace una cantidad ínfima de años en proporción al universo, en un lugar donde se supone que todo es, más o menos, sencillo, en eso que algunos llaman el primer mundo. Todo, a lo largo de mi vida, me fue dado, o, mejor dicho, facilitado. Aquí, en este primer mundo, fui creciendo mientras ganaba cosas sólo por el hecho de ser. Yo no era consciente, pero nada más nacer gané unos padres, una familia, un hogar, incluso gané una religión. Fui ganando mi sustento alimenticio gracias a mis padres, al igual que mi ropa, y me colmaron de regalos conforme se cumplían los aniversarios de mi alumbramiento. Todo normal, al menos, en esto que llaman el primer mundo. Seguía sin ser consciente de todo lo que la vida me hacía ganar, cuando fui a dar a la guardería –guardo leves recuerdos–, y fui ganando amigos. Los primeros, los más puros. Crecía y crecía, las etapas escolares se fueron superando, y en ella seguí ganando amigos, que no eran otros que mis compañeros de clase con los que compartí mis primeros aprendizajes. En mi inconsciencia, ganaba experiencia, sabiduría –leve, in crescendo–, a cambio de nada, sólo por el hecho de ser. Ganaba altura año a año, ganaba cualidades, seguía ganando amigos. Gané más familia, pues llegaron primos y hermanos a la vida, todos dotados de ganancias similares a las mías. Seguía inconscientemente ganando. Gané la idealización más pura y absoluta del primer amor imposible, que me hacía ganar felicidad cada vez que se cruzaba conmigo por la escuela. Seguí creciendo, ganando años, y gané amigos, pues cada año escolar aparecía alguien nuevo que se sumaba a esa lista ingente de ganancias por el hecho de ser, simplemente. Como es obvio, enfermé, me caí al suelo y me hice heridas y rasguños, rompí mi ropa sin querer, me di coscorrones, pero la vida estaba para ganar y ganar y ganar.
Me vi en problemas, claro: tenía, a veces, disputas con amigos y compañeros, alguna pelea, lo normal, pero gané algo que no entendía muy bien. Sin darme cuenta, mis gustos fueron cambiando, y lo que un día había sido mi peluche favorito dejó de serlo, mis juguetes, con los que tanto disfrutaba no mucho tiempo atrás, desaparecieron para siempre para hacer hueco a esos nuevos que me iban a ir haciendo disfrutar, que iba a ir ganando. Aquello fue amargo, quizá no en un principio, pero recuerdo con añoranza que, alguna que otra vez, me arrepentí de haberlos desechado, pues, a ratos, me apetecía volver atrás y jugar con ellos: había ganado conciencia –leve, in crescendo.
Podría seguir enumerando la cuantiosa serie de cosas, tangibles o no, que fui ganando con el paso de los años por ser yo y no cualquier otra persona inmersa en problemas socioculturales, pero voy a resumirlo para no hacer de esto una eternidad: gané una plaza en la universidad, y con ella un título con el que gané un trabajo para toda la vida; gané el amor, no una vez, sino dos, el segundo fue el que la gente considera el verdadero, pues lo gané para el resto de mi vida, y con él gané una esposa después de firmar unos papeles y celebrarlo por todo lo alto; gané un piso, luego una casa, luego otra y, entre medio, una más en la playa; gané tres hijos; gané cinco coches; gané un viaje al año; gané, gané y gané. Sobre todo gané dinero, y con él gané todo lo material, y así sucesivamente. Hoy, después de ganar muchas cosas, comprendo por completo que, desde que nací, mi vida ha sido cimentada gracias a la cultura de la ganancia. Gané sin más, y me dijeron, aunque con otras palabras, que debía hacer tal y cual cosa para ir ganando. Lee, estudia, haz los deberes: sólo así podrás ganar una vida recta, feliz, decorosa. Pórtate bien, sé amable, divertido, abierto de mente: sólo así podrás ganar amigos, algunos lo serán para siempre, incluso. Sé aplicado en el trabajo: sólo así podrás ganar una familia, el culmen de la felicidad.
Y es en este punto cuando vuelvo un poco más arriba en esta sucesión de palabras, al momento en el que gané conciencia. Resulta que lo gané todo en la vida, pero, en toda esta ecuación, hay un grave error del que no me percaté a su debido momento por estar imbuido en la cultura de ganar y ganar y ganar, un grave error del que nadie te pone sobre aviso. Aquel día en el que sentí nostalgia de mis antiguos juguetes, aquellos con los que nunca volvería a jugar y que recuerdo aún hoy, en la distracción a la que me vi sometido con otros juguetes, con otros gustos nuevos, lo que acababa de pasar es que fui consciente de que, en realidad, no hacemos otra cosa en la vida que perder. Perdí mis primeros peluches, se volatilizaron; perdí mis muñecos, mi barco pirata, mi isla del tesoro; perdí la primera camiseta del equipo de fútbol que me regalaron, la más barata, seguramente, y a la vez la más valiosa de todas; perdí los potitos, perdí el gusto de las primeras comidas; perdí la leche de mi madre. Ninguna de esas cosas volvió, pero en cambio –en teoría– quedaba el consuelo de que ganaba otras con el proceso de madurez natural de los seres humanos. Vale, lo acepto, perder se compensa con ganar, y todo aquello no es tan grave, por muy melancólico que me vuelva cada vez que viajo al pasado a través de mis recuerdos. Pero, ¿y cuando perdí a mi abuelo? Al nacer había ganado una familia, y en ella estaba incluido mi abuelo, al que perdí en mitad de una infancia llena de cosas ganadas y por ganar. Luego perdí a una abuela, y luego a otra, y luego a mi último abuelo, y, de la noche a la mañana, perdí una parte considerable de mi felicidad, aquella que había ido ganando poco a poco, en parte, gracias a ellos, también. Pero claro, en este mundo de ganar y ganar y ganar, el hecho de perder a tus abuelos resulta algo lógico, pues son personas mayores, y las vidas no son eternas. A uno le dicen que es normal, que hay que superarlo, que la vida sigue y, con ella, vas a ganar cosas más importantes de las que pierdes cuando algún abuelo se muere. Pero, ¿es eso cierto? ¿Acaso se puede reemplazar a un abuelo? ¿Qué ganas en la vida cuando se te mueren los abuelos? Hoy, que mis abuelos hace más años que dejaron de formar parte de mi vida de los que estuvieron siendo parte activa de ella, no hay día que no me acuerde de ellos con enorme tristeza por lo que me gustaría que hubieran visto a su nieto progresar y hacerse una persona feliz e independiente, pienso que las respuestas a todas esas preguntas son como unas arenas movedizas que, al final, te acaban por ahogar.
Entre los años que pasaron desde que perdí a mi primer abuelo hasta el último, perdí amigos, algunos por alguna disputa de críos, otros sin motivo, porque el tiempo pasa y los gustos cambian –se ganan otros– y punto, porque se marcharon a vivir a otras ciudades o países, y otros porque de manera prematura murieron. Recuerdo, con una tristeza difícil de describir, el día de mi boda, que en sí fue un momento de gran felicidad. La recuerdo así porque no pudieron venir aquellos dos grandes amigos de mi alma que crecieron conmigo, con los que compartí los momentos más dichosos de mi vida, que perecieron en un accidente de tráfico. Recuerdo cómo fui ganando hijos, probablemente lo mejor que me pasó jamás, y cómo no pudieron ser sus padrinos, como tantas veces habíamos hablado.
La vida sigue, decían, la vida es ganar, has ganado hijos, sigue adelante, sigue ganando, pero ya llevaba perdidas muchas cosas y muchas personas que no compensaban la felicidad que iba ganando sobre la marcha, por mucho que me intentara convencer de ello.
En mitad de una vida en la que todo iba siendo ganar y ganar y ganar, la vida que había ganado con mi nacimiento no hacía más que quitarme, no hacía más que hacerme perder. Había perdido ya a mis abuelos, a mis mejores amigos. Había perdido una ingente cantidad de cosas materiales en detrimento de otras que también fui perdiendo, y un día perdí a mi padre. Y otro día perdí a mi madre. ¿Valía, entonces, todo lo que había ganado en la vida? Comprendí que mamá y papá eran palabras que tenían fecha de caducidad, que una vez que los pierdes ya nunca más vuelves a pronunciarlas. ¿Valía, entonces, todo lo que había ganado en la vida? Recuerdo que cuando me quedé huérfano pensé que, no hacía muchos años, yo estaba en mi casa de toda la vida con ellos celebrando algún cumpleaños, saboreando la felicidad más absoluta, y que, de la noche a la mañana, ya no los volvería a ver nunca más.
Pero la vida no se para –esa frase nos la repiten constantemente–, y la máquina de vivir, la de seguir ganando, no tenía previsto detenerse. Yo debía apartar todo aquello hacia un lado y seguir ganando. Y así fue –qué remedio–, yo seguí ganando, tranquilamente, hasta que perdí a uno de mis hijos, y luego a otro, contra natura. Lo que un día fue ganar –ganar hijos, y, con ellos, ganar esperanza–, se había convertido en una pesadilla inasumible.
Gané, pues, la vida, y con ella lo fui ganando todo. Qué felicidad, ¿no? A grandes rasgos, el objetivo se ha cumplido: has ganado todo. Pero ganando todo, gané, en un momento indeterminado, conciencia. Y la conciencia dice que, por mucho que ganes, todo está perdido, y que la condición que te ponen cuando ganas eso, la vida, es que no sólo te van a ser arrebatadas muchas de las cosas más importantes que vas a ir ganando a lo largo de ella, sino que hasta la vida misma la vas a perder, sin más, porque sí. Y si la vida es todo, y ese todo lo vas a perder sí o sí, ¿qué clase de broma macabra es esta? ¿Por qué no nos preguntan antes si se está dispuesto a jugar a ese juego? ¿Merece la pena ganarlo todo para perderlo todo? Si me lo hubiesen preguntado antes de nacer, si me hubiesen mostrado el contrato que firmé a ciegas, la respuesta, hoy lo sé, por mucho que intente evitarla, habría sido que no.
“Hemos perdido naciendo tanto como perderemos muriendo. Todo”.