Como probablemente el 95% de la población mundial, yo no sabía dónde estaba Pružany, pero una mañana me desperté y me habían llamado al teléfono móvil desde allí. Fue sobre las once –no es que me matara madrugando, yo no hago esas cosas–, nada más volver al mundo real. Como siempre, y por desgracia, eché mano del móvil, que estaba descansando de mí como yo de él. No sé cuántas veces, sobre todo en los últimos años, me he desvelado antes de tiempo pensando que me habían escrito un mensaje que cambiaría mi vida y al final era todo lo contrario: pese a todos los mensajes recibidos, si es que tenía esa suerte, iba a seguir en las mismas. Por un momento, tras ver aquel número tan largo entre las llamadas perdidas, pensé que podría ser de alguna empresa de las cienes y cienes en las que antaño dejé mi exiguo currículum vitae. Otra vez, recordé, me llamaron desde un número extraño y largo, probablemente generado por algún tipo de programa informático para que nadie rellamara en caso de haber perdido la vez y no haber contestado antes de que colgaran, lo cual me parece muy cruel en esta época tan difícil que vivimos.
El número en cuestión era el siguiente: +3751190222928-322915. Mierda, me dije, seguro que era importante. Solté el móvil sobre mi pecho, y me dediqué a desperezarme tranquilamente por un largo pero indeterminado lapso de tiempo. Al acabar con ese ritual diario, con las ideas ordenadas, con todo pensado para el día que acababa de empezar para mí, volví a echar mano de él. Nunca lo tengo con sonido, nunca, y eso es algo que puede ser contraproducente para todo, porque, ¿y si aquella llamada era del trabajo que siempre soñé tener? Bueno, la verdad es que yo no quiero trabajar, nunca ha sido esa mi intención en la vida, supongo que como cualquiera. El caso es que cuando cogí el móvil vi que nadie me había vuelto a llamar, ni me habían enviado ningún mensaje instantáneo, a pesar de que hoy en día es tan gratis como sencillo. ¿Nadie tiene que decirme nada hoy? Lo triste, pensé, no es que nadie me escriba, sin más, sino que no haya alguien en concreto que me dé los buenos días.
Me levanté y fui directo a la cocina para desayunar un tazón de cereales Cheerios de colores, uno de los pocos caprichos calóricos que me permito al día, puesto que nunca suelo comer mucho más, aparte de otras absurdeces por el estilo que algún día me darán un susto de muerte, literalmente. El móvil al lado, no porque estuviera esperando nada, sino por costumbre, por entrar a las redes sociales cada pocos segundos, por si acaso alguien que no me interesa nada ha subido alguna foto que me interesa aún menos. Cada vez que miraba la pantalla, veía arriba a la izquierda un símbolo de un teléfono y una cruz debajo, recordándome que me habían llamado para un posible trabajo de pocas horas y mucho dinero, quién puede saberlo. Decidí abrir el menú de llamadas perdidas para borrar aquella, a ver si por fin se me olvidaba que, otra vez, se me había ido algo, aunque no supiera muy bien de qué se trataba. La sorpresa fue mayúscula cuando vi que debajo del número ponía: Pružany, Brest Region. No sabía que debajo del número venía el lugar de origen de la llamada, no lo había visto nunca, pero ahora parece que tienen la delicadeza de darte ese dato vaya a ser que se te ocurra llamar de vuelta. Supongo que así te dejan a ti la responsabilidad de que te acabe llegando una factura del demonio.
Así las cosas, comido por la curiosidad, abrí Google en mi móvil para ver qué era eso de Pružany. Ahí la sorpresa pasó de mayúscula a superlativa, porque, según Wikipedia, máximo oráculo de los tiempos modernos, Pružany es un pueblo de unos veinte mil habitantes del suroeste de Bielorrusia. ¿Quién podía haberme llamado desde Bielorrusia? No tenía constancia de nadie conocido que estuviera ni cerca, pero tampoco podía estar seguro. Yo no es que supiera mucho de aquel país, en mi cabeza había algunos datos como que su nombre significa Rusia Blanca, que formó parte de la URSS, que tienen un presidente que se autodenomina “gobernante autoritario”, o que es el único país en Europa que aún no ha abolido la pena de muerte. Después de hacer este repaso mental me quedó clarísimo que era imposible que me llamaran desde allí para ofrecerme el trabajo de mi vida. Elucubré –cuando uno está recién levantado suele darse a ese tipo vacuidades– que, como mucho, de ser para un trabajo, sería para un gulag. ¿Podía ser? ¿Existen aún hoy los gulags? Siendo una dictadura edulcorada, podría ser perfectamente, y yo soy el típico que tiene amigos bromistas –aunque a día de hoy no los vea para nada– capaces de usar el traductor de Google para enviar una solicitud de ingreso voluntario a una mierda de esas.
Me fui a la ducha y puse en Youtube el himno de la Unión Soviética, para que se me fuera haciendo el cuerpo, y recuerdo que pasé más tiempo de la cuenta en remojo, imaginando a la gente de allí, o si sería una persona popular, por eso de lo exótico.
Pensé, mientras me vestía, que a lo mejor me llamaban otra vez desde el mismo número. No hacía mucho, había leído un artículo sobre las ciudades secretas de la URSS, una suerte de campos de concentración modernos donde vive mucha gente y de la que no se puede salir ni entrar sin un permiso especial del gobierno, y que la Madre Patria Rusia aún mantenía activas 42 de ellas. Me acordé de eso porque Bielorrusia sigue siendo como su filial, y que, quién sabe, lo mismo me llamaban para que me fuera a vivir allí y mediterraneizara un poco aquello.
En fin, encendí mi ordenador porque iban a empezar las carreras de caballos del Reino Unido e Irlanda, mi única e inestable fuente de ingresos, que me da para comprar libros de bolsillo y poco más. Pasaba de pestaña a pestaña del navegador, de la página de la casa de apuestas a Facebook, y de ahí a Wikipedia para averiguar cosas acerca de Pružany. Con la tontería, no aposté a algunas carreras que me pudieron reportar unos euros extra a mi maltrecha economía, pero la curiosidad que sentía en aquel momento saciaba mi necesidad de dinero.
Cuando acabaron las carreritas –no gané nada, ni perdí tampoco–, ya había pasado la hora de comer, o, mejor dicho, la hora a la que suele comer la gente normal. Como no tenía ganas de ponerme a cocinar, me abrí una lata de conservas que no recuerdo bien qué era. Como el 80% de mis comidas suelen ser de esa calaña, hacía tiempo que había tomado la determinación crucial de hacerlo más interesante: comprarlas todas del mismo tamaño y, antes de guardarlas, quitarles la etiqueta para que cada vez sea una sorpresa.
Puse en bucle una canción que me encanta, Let it happen, se llama, y me tumbé en mi cama a pensar de nuevo en Pružany, en su arquitectura soviética, sus edificios de departamentos prefabricados –los clásicos Jrushchovkas–, sus monumentos en memoria de los caídos en las dos Grandes Guerras y sus cementerios olvidados con las lápidas a ras de suelo donde vivían, según Google Imágenes, un montón de perros callejeros. Cuánto sabía ya de aquel lugar.
Cuando me di cuenta se había hecho de noche. Seguía sin recibir la llamada esperanzadora de quien quiera que fuese que me reclamaba para mudarme a Pružany de inmediato. ¿Y si tenía algún antepasado bielorruso del que no tenía constancia y me estaban llamando a filas para alguna invasión de las de antaño o para una misión secreta dentro de un submarino nuclear? Debía estar preparado para todo, incluso para si me querían nacionalizar porque necesitaban a gente alta como yo para jugar en la selección de baloncesto. Eso me hizo recordar aquella vez que leí en la prensa deportiva que Barbados estaba buscando jugadores de fútbol casi profesionales de países como España, Italia e Inglaterra. El plan era pagarles un año de estancia, darles un trabajo falso para poder tramitar legalmente la nacionalización y formar un equipo que no hiciera el ridículo en las fases de clasificación donde solían perder 20-0. Por aquellos tiempos mi vida social era diferente y se lo llegué a decir a mis amigos con los que jugaba todas las semanas un partidillo, pero ninguno se lo tomó tan en serio como yo, por eso lo olvidé hasta ese día.
A la hora de cenar –la hora normal, entiéndase–, yo no tenía nada de hambre, no se me pasaba por la cabeza la ingesta de calorías. Estaba sentado en mi escritorio, mirando la pantalla del móvil, que había colocado en vertical apoyado en la pila de Libros Que Quiero Leer Próximamente, que diría Italo Calvino. La pantalla no se había encendido en horas, nadie me había mandado ningún mensaje ni tenía notificación alguna en las malditas redes sociales. En qué me he convertido, pensé en algún momento indeterminado de la noche. Había perdido la noción del tiempo, en mi casa no hay ningún otro reloj que no sea el del móvil, pero, como no se me encendía para nada, no tenía forma de saber la hora. Recurrí a las tácticas infantiles que siempre suelo utilizar en casos de espera, y me puse a leer el primer libro de aquel montón, que resultó ser Siddhartha de Hermann Hesse, siempre de cara al móvil, por supuesto. Me dije: seguro que cuando lleve doce páginas leídas, o doce minutos leyendo, cualquiera de las dos, me volverán a llamar desde Pružany. Al cabo de no sé cuánto, comprendí que mi número de la suerte podía ser otro, que aquello era tan absurdo como yo mismo, y juré que a partir de entonces no volvería a usar esas tonterías, que me iba a conformar con todo, aunque, de cualquier forma, eso lo venía practicando toda mi vida, y por eso me va así. Podía llevar doce mil minutos o doce millones de páginas: sabía que nadie me iba a llamar.
Determiné que ya era suficiente espera cuando acabé el libro que había empezado con la esperanza de que mi cábala personal resolviera el misterio. Me fui a acostar haciendo el mismo ritual de cada noche: cerré la puerta con llave, eché los cinco pestillos, bajé todas las persianas, cerré todas las ventanas y todas las puertas y apagué todas las luces.
Cuando desperté de mi incierto letargo –no sabía a qué hora me había ido a la cama–, como siempre y por desgracia, eché mano del móvil, que estaba descansando de mí como yo de él, y vi que tenía una llamada. +3751190222928-322915, y debajo, Pružany, Brest region, igual que el día anterior. Olvidé poner el móvil con sonido por si me volvían a llamar, quizá porque tenía asumido que aquello no se repetiría, que habría sido una equivocación.
Podría seguir relatando la sucesión de acontecimientos de aquel día, pero sería repetirlo todo tal cual. Podría, también, seguir relatando la sucesión de acontecimientos hasta hoy, pero sería lo mismo, repetirlo todo tal cual, porque hasta hoy mi vida entera no ha cambiado ni un ápice: una vida solitaria, casi de eremita, con todas mis esperanzas puestas en una llamada desde Pružany, un caballo ganador tal vez, que me saquen de aquí para siempre, de este bucle, aunque sea para vivir tal y como vivo pero en un sitio donde nadie me conoce, para que, si vuelvo a caer en un bucle como este, el motivo de que nadie me saque de él sea ese mismo, y no que piensen que soy un maldito agorafóbico o lo que quiera que piensen de mí, quienes quiera que sean.