Que sea yo

Son las cuatro y cuarto de la tarde, si el reloj no me falla, y estoy en mi cama, por lo que veo; las persianas están echadas; supongo que caí aquí, o al menos en casa; vale, me duele el costado derecho, ¿con qué me golpeé? Está claro que lo de recordar los sueños tan claramente es algo bueno, pero la catalepsia es insoportable, cualquier día me doy el golpe de gracia, y eso sin contar los sobresaltos que se lleva mi mujer.

Nunca le agradezco lo suficiente a Julia todo, y lo bien, que me quiere. Me acuerdo cuando era lo más pequeño que existía en el mundo, en aquella piscina. Lo bien que nadaba a pesar de su corta edad. ¿Siete años tendría? ¿Cinco? Sí, cinco años, yo tenía diez. Aún mantengo vivo el recuerdo de sus manitas quitándose el agua de los ojos y su respiración apresurada tras los dos segundos que tardaba en volver a la superficie después de tirarse desde el bordillo. Me estuvo persiguiendo todo el verano aquel con sus burlas y su risa inolvidable, pero cuando llegó septiembre, siempre septiembre, se fue de mi vida quince años.

Quince años llenos de alucinaciones hipnogógicas bastante dramáticas y perturbadoras. Quince años en los que no recuerdo haberme acordado de ella, y sobre todo viceversa. Cuando me la volví a encontrar, hacía ya mucho que habíamos perdido la inocencia. Lo que no habíamos perdido eran, en su caso, la risa inabarcable y, en el mío, las ganas de protegerla como hice durante todo aquel verano.

Apareció, como Claire Pichet en el directo de Rue des cascades de Yann Tiersen, de repente y causando la mayor de las impresiones en alguien como yo, superviviente de terroríficas parálisis del sueño. Fui yo quien la reconoció a ella, a pesar de que llevaba sentada frente a mí como dos horas, en aquel vagón de tren de camino a Granada. Estaba soñando que me encontraba en el patio de butacas de un gran teatro vacío viendo a un señor diciendo palabrotas sin parar. Cuando el telón se estaba abriendo para que aquel señor saludara al público, me desperté. Julia estaba muerta de risa y de miedo a la vez. Enfrente suya había un chiflado que aplaudía mientras estaba pasando por la puerta que comunica el mundo de los sueños con el mundo real. Creo que aún le dura la impresión de ese día, porque nada más abrir los ojos la vi, la reconocí y le dije:

–Perdona, me pasa a menudo. ¿Julia? ¿Estoy soñando? Eres Julia, ¿no?

Cogió su bolso y se cambió de sitio. Yo me partía de risa y, de alguna manera, sabía que iba a volver. En su nuevo y seguro asiento del tren escudriñó por entre sus recuerdos y sacó mi nombre:

–¿Víctor? No me lo puedo creer. ¿Desde cuándo no te veo? Perdona por la reacción, pero me has asustado de verdad.

Íbamos a Granada por diferentes motivos: yo iba a visitar unos días a un buen amigo del instituto y ella para asistir a unas conferencias de literatura. Al final no hubo ni amigo ni conferencias, y lo que en mi caso iba a ser una semana, y en el suyo un par de días, se convirtieron en un mes alojados juntos en unos apartamentos turísticos del centro de la ciudad, del cual salíamos sólo para almorzar y cenar, o ni eso, porque nos pasamos todo el mes viendo cómo habían cambiado nuestros cuerpos desde aquel verano maravilloso que pasamos juntos en 1998.

Son ya las cuatro y media, debería levantarme; estoy hecho polvo hoy. Tengo que llamar a Jorge, aunque supongo que Julia lo habrá avisado. Él siempre ha sido comprensivo; no sé en cuántos sitios se ha quedado tirado por culpa del mal que sufro; sí, es un mal; si no fuera por esta mierda, que a saber de dónde me viene, mi vida sería mejor; en fin, mira qué cara; estoy pálido; lo que no recuerdo es haberme afeitado, y menos tan, tan bien. Parece que hay visita en casa, ¿quién puede ser? Si es para mí, creo que no esperaba a nadie; no, no tengo nada apuntado en la agenda; hoy había quedado con Jorge, es lo único que tengo; para mí no es la visita, mi entorno sabe que las visitas por sorpresa son eso, sorpresa, pero para ellos; lo mismo estoy despierto, lo mismo he caído, da igual el momento del día. El caso es que, aunque no hay mucho ruido, parece que hay mucha gente. Me quedaré aquí en la habitación hasta que se vayan todos; no me gustan las visitas, sean para quien sean.

Supongo que esto me viene de aquella vez que decidí tirar de listín telefónico e invitar a mis compañeros de la facultad. Fue una idea terrible. La gente con la que pasé los peores años de mi vida, porque por aquel entonces decidí, de una forma muy poco inteligente, dejar de medicarme, por lo que tuve serios problemas. Mis padres lo pasaron muy mal durante ese tiempo ya que no había día sin sobresalto. Caía en cualquier sitio, de mala manera, y acababa en algún hospital o ambulatorio. También recuerdo que fue la época de mi vida con más pesadillas. Era incontrolable. El demonio y Jesucristo venían a verme juntos y por separado. Ellos y sus secuaces. Lo peor de todo es que ambos me daban pavor. El caso es que estos compañeros míos de la carrera vinieron a casa con sus novias y esposos y pasamos una noche acorde a los viejos tiempos: terrible. La esposa de Alberto no podía soportar a Elena porque en aquellos años locos de universidad tuvieron más que besos tontos. No podía mirarla a la cara sin una mueca de asco descarada, y eso que conoció a Alberto unos años más tarde de él perder el contacto con todos nosotros. Elena, muy dada a la polémica, al percatarse de aquello, se sintió en su salsa y empezó a llevar la conversación a un terreno pantanoso. Una de las veces en que fui a por más vino, escuché cómo se rompía una copa y empezaba una zapatiesta de gritos que precedieron a tirones de pelo entre las dos contrincantes de esta absurda pelea. Y ahí mismo, pum, caí súbitamente y todo paró, según me dijo Julia, que los echó de casa rápidamente y me acostó ahí mismo, con la almohada especial de las emergencias catalépticas. Me dijo que nunca más, y así fue, vendrían a casa ninguno de ellos, ni recibiríamos a nadie para cenar, ni en Navidad siquiera, lo cual me parecía correcto porque yo siempre fui muy celoso de mi intimidad y me parecía suficiente con la presencia de Julia, de la que nunca me aburro y con la que nunca tengo suficiente. Siempre quiero más y más tiempo para estar con ella, algo que no me había pasado nunca con nadie. Pero es que, a partir del reencuentro en aquel tren, estuve un año sin sufrir ninguno de los terribles síntomas de mi mal. Entró tan fuerte en mí que seguro que mató durante un tiempo al monstruo que me hace estas cosas absurdas. Ni mi médico se lo explicaba, pero yo se lo decía:

–Es Julia, doctor, ¿no ves qué ojos y qué sonrisa? ¡Es ella!

Con el tiempo volvió la enfermedad por los mismos derroteros, y no es que me dejara de hacer efecto ni una sola de sus miradas, lo único es que, como todo en la vida, mi mal se acostumbró a su remedio y fue a peor con los años. A veces pienso que ojalá cayera durante un mes o dos para que al despertar mi organismo extrañara esos ojos y esa boca y esos dientes tan perfectos y así sentir su medicina, pero al segundo se me pasa porque hace ya demasiado tiempo que sé que lo único que me mantiene vivo es la dosis diaria de toda ella.

Las seis menos cuarto y sigue el trasiego ahí abajo; es rarísimo; ¿quiénes serán? Sólo oigo murmullos, y llevan demasiado tiempo aquí para ser una visita casual; a lo mejor Julia había quedado con alguien, pero, ¿tanta gente? Imposible; la puerta de la calle se escucha abrirse y cerrarse continuamente; creo que voy a salir, me da igual quiénes estén. Hasta ahora siempre me ha funcionado: si hay visita y no es para mí, me hago el dormido; total, todo el que tiene derecho a venir de visita a esta casa tan celosa de sus costumbres sabe qué mal padezco y entiende que si no salgo a recibirlos es porque estoy en pleno ataque. Estoy impoluto; ni en mi boda estuve tan elegante. Si había quedado con Jorge no entiendo por qué voy vestido así, habíamos quedado en el bar de siempre para tomar un café y hablar de la página web que tenemos pensado montar. Voy a abrir despacio; desde aquí no veo nada, están como en el salón, creo; puedo ver la puerta de la calle, a ver si viene alguien ahora mismo y puedo ver de qué se trata. Nada, no va a entrar nadie ahora, vaya; voy a bajar sin hacer ruido, aunque con estos zapatos es complicado; el suelo de madera me va a delatar; no quiero llamar la atención; si tengo suerte veo a alguien sin ser visto e intuyo de qué se trata para así volverme a mi cueva; un escalón; dos escalones; al próximo paro; tres escalones; no distingo ninguna voz conocida entre tanto susurro; tampoco entra ni sale nadie; cuatro escalones; cinco; se ve la esquina de la alfombra que cubre todo el suelo del salón, de donde viene esta algarabía de susurros que me están inquietando; voy a bajar de un tirón lo que me queda de escalera; sí, eso es lo que voy a hacer; ¿cuento a tres? No, venga, como si nada, con naturalidad; ya está; hay como treinta personas en el salón; ¡treinta! Pero, ¿esto qué es? De espaldas a mí todos, como en torno a algo o alguien; por detrás no distingo a nadie conocido; ¿me acerco? Mira, sobresale la cabeza de Jorge de entre una multitud arreglada con su metro noventa y cinco; ¿quiénes son? Parecen no percatarse de mi presencia; veo a mis padres; tienen las caras largas y cansadas; ¿qué es lo que pasa? ¿Dónde está Julia? No puedo verla. Sigo sin llamar la atención; no puede ser, Dios mío, hay coronas de flores por todas partes y eso de ahí, ¿es un ataud? ¿Y Julia? ¿Dónde está Julia? No puede ser. Necesito ver quién está en ese ataúd abierto; por favor, que no sea Julia; ¿qué ha pasado, por Dios? Tengo que ver quién es. Por favor, que sea yo.

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