Aún resuenan las bufonescas palabras de un beodo Fernando Arrabal de hace más de medio siglo: “El milenarismo va a llegar”. Hoy, aquello sigue perteneciendo al acervo popular gracias a lo mismo que, durante la Edad Media, convirtió en perpetuos los cantares de gesta: el boca a boca. Cuando la literatura desapareció también, no quedó más remedio que volver a la oralidad, y así fue como los grandes ídolos de finales del siglo pasado han llegado a nuestros días. De aquel personaje sólo se recuerdan aquellas palabras, nada más. Unos dicen que hacía teatro, otros que poesía, pero nadie, al menos en este rincón del mundo donde yo vivo, recuerda nada más allá que aquel chiste pagano, y más, porque para que llegue el milenarismo que todo el mundo espera de verdad, faltan aún más de novecientos años.
Para alguien nacido en los años ochenta del siglo pasado que se despierte en este mismo momento, después de treinta años en coma, esto le sonará como a historia de ciencia ficción, pero es que eso es lo que le ha pasado al mundo.
El planeta colapsó, como se venía avisando, por múltiples factores como el exceso de población o el agotamiento de los recursos energéticos. La religión se desmoronó, y los dioses y dogmas cambiaron radicalmente. Pasaron de adorar a Dios, Alá, Yahvé, Buda o a los múltiples dioses hindúes, a seguir a aquellas deidades a las que habían visto encarnadas. La fe, basada en creer lo que las escrituras sagradas decían, decayó en pos de la corriente cientificista del ver para creer. ¿Cómo iba el pueblo a seguir una historia, desapasionada ya, de unas personas o entes que llevaban cientos, incluso miles, de años jugando al escondite con ellos?
Fue así como, en el epílogo del siglo veinte, nació la religión monoteísta más seguida de todos los tiempos: la Iglesia Maradoniana.
Al principio fue casi una broma de unos fanáticos de un tal Diego Armando Maradona, El Astro Argentino, El Pelusa, El que Acaricia La Pelota, El Barrilete Cósmico. En todo el mundo, la noticia de la aparición de esta nueva religión monoteísta produjo, sobre todo, risa, pero poco a poco fue sumando adeptos. ¿Cómo, si no por los fanáticos, se cimentaron las religiones antiguas? La ventaja fue que todo el mundo sabía quién era Diego Armando Maradona y lo habían visto realizar milagro tras milagro en vida, no fueron sólo unos pocos afortunados de un rincón del planeta. Todos vieron sus gestas, las habían vivido. No había nadie que no supiera que él solo había derrotado a cuantos enemigos se habían puesto por delante. Lo vieron levantar la Copa del Mundo en 1986, ganar partidos imposibles, salvar escollos complicadísimos, enfrentarse a las potencias más absolutas y vencerlas casi sin despeinarse. Cómo no, aquello acabó por mantenerse en pie cuando todo lo demás cayó alrededor. Conforme pasaban los años, y pese a su retiro futbolístico, la Iglesia Maradoniana era la única que no perdía adeptos, sino que además los ganaba. Daba igual que una persona siguiera con fervor los partidos de un equipo concreto donde no hubiese jugado él: en su retina estaba la excelencia del Diego, la inalcanzable divinidad a la que todos, cuales santos, ansiaban acercarse de pensamiento u obra. Cabe decir que, aunque todo se desmoronó, el fútbol ha sido lo único que se ha mantenido hasta nuestros días, y aunque no goza del poder totalitario de principios de este siglo, ha conseguido volver a sus inicios puros de una manera que ya hubiesen querido para sí las demás religiones, que fueron denostadas por todo lo contrario, por el avance salvaje de la humanidad.
Así las cosas, cómo no, el tiempo hizo que surgieran otros dioses, menos seguidos y adorados, por supuesto, y otras religiones tales como el Segundo Cristianismo de Todos los Santos o el Messianismo. Pero nada, vinieron a ser como el Quijote de Avellaneda del fútbol, apócrifos que no le llegaban ni a la suela de las botas al verdadero Astro Argentino, El Pelusa, El que Acaricia La Pelota, El Barrilete Cósmico.
El problema de toda esa caterva minoritaria de religiones fue que, a lo que ellos llamaron dioses, fueron personas normales, demasiado perfectas y divinas, a la vieja usanza. Tanto Messi como Cristiano Ronaldo fueron dignos del tiempo que vivieron. Fueron intocables, incólumes. Maradona, en cambio, bajó del cielo, de lo más alto, en donde habitaba, desde donde miraba al resto de los mortales, para sentir en sus carnes lo que era el barro. Pasó del todo a la nada. Descendió al infierno de un mal antiguo llamado las drogas, se relacionó con el crimen organizado, frecuentó la mala vida. Y, aun así, pese a todo, siguió siendo lo que era: un Dios. Y si bien los dioses antiguos perdonaban todo a los creyentes, que les rendían cuentas por casi nada, el Diego, El Astro Argentino, El Pelusa, El Barrilete Cósmico, recorrió el camino inverso y pidió perdón por todos sus pecados, ganándose, para siempre, la adoración mundial. El pueblo acabó queriéndolo igual, pues admitió su culpa y la llevó cargando sobre sus espaldas hasta que subió a los cielos. Ahí puede que empezara todo, porque, como bien dijo, la pelota no se mancha, y al final se le perdonó todo. ¿O acaso una madre deja de querer a su hijo porque lo metan en la cárcel? Daba igual lo que Maradona hubiese hecho, pues lo que nos acabó legando, a la vista está, ha tenido un peso mayor.
Hoy, en todos los campos yermos donde antaño hubo cosechas, en todo lo que fueron plazas, ahora descampados inmundos llenos de escombros, un niño juega a darle patadas a una pelota hecha de viejos harapos, calcetines raídos o páginas de antiguas escrituras sagradas, al son de las viejas historias cantadas de las gestas del Dios absoluto y verdadero, Diego Armando Maradona, de quien se espera su segunda venida a la tierra con la frase del ínclito Fernando Arrabal: “El milenarismo va a llegar”.