Ese es un mariconazo, o, A partir de hoy queda prohibido ver este programa en la tele, nada más que salen maricones. Frases así le oí miles a mi padre durante toda mi vida. Sentados a la mesa del comedor, con el viejo aparato de televisión encendido al fondo, mi madre y yo, incluso nos reíamos de esa cruzada que tenía en contra de la homosexualidad. Anda ya, Antonio, cada uno es como es, le decía mi madre cariñosamente. No, Araceli, que estas cosas son antinaturales. Un hombre y una mujer, de toda la vida. Todos los días soltaba por la boca algún improperio homófobo, siempre delante de mí, como para inculcarme sus mismos valores, esos de los que siempre se vanaglorió como buen cristiano practicante que era.
Cuando tenía doce años, sin embargo, se opuso a que entrara a formar parte del cuerpo de monaguillos de una de las dos iglesias del pueblo. Él quería que me apuntase al equipo de fútbol. Antoñito, ese no es sitio para ti, algún día sabrás por qué no quiero. Aquella prohibición, como suele pasar, no hizo más que acrecentar mis ganas de serlo, y, aunque nunca lo fui oficialmente, sí que empecé a ir a la iglesia con mis amigos, esos a los que sus padres sí dejaron hacerse monaguillos. Cada tarde, después de comer y hasta una hora antes de empezar la misa de las ocho, jugábamos al escondite allí, trasteábamos el órgano, subíamos al campanario, rebuscábamos por el sagrario en busca de secretos, o nos encerrábamos en la sacristía para disfrazarnos con las ropas del cura. Cuando se acercaba la hora de la misa, sabiendo que mi padre acudiría piadosamente con mi madre, yo desaparecía.
Llegado el verano, por culpa del calor y porque algunos de la pandilla estaban en la playa, dejamos de ir con la misma frecuencia. Una tarde de agosto, llevábamos como una semana sin aparecer por allí, sorprendimos al sacristán siendo sodomizado por un joven que estaba contratado para restaurar el retablo mayor. Como es obvio, aquello fue muy comentado en el pueblo, y mi padre acabó enterándose de que acudía asiduamente a la iglesia. Te lo dije, mira que te lo dije, este pueblo está lleno de maricones, y todos acaban en las putas hermandades, me cago en mis muertos. Te vas a enterar, por listo.
Y tanto que me enteré. Cuando empezó el curso me metieron en un internado hasta que cumplí la mayoría de edad. Según mi padre, aquello era para desintoxicarme.
Para no alargar la historia y centrarme en lo que de verdad interesa, durante ese periplo, y como a veces ocurre en circunstancias familiares parecidas, me di cuenta de que yo mismo era gay. Por mucho que hubiera mamado en casa una fuerte oposición a dicha condición sexual, no me pude negar a la evidencia. Obviamente me sentí mal por ello. Significaba, a grandes rasgos, decepcionar a mi padre, algo que jamás ha querido nadie en la historia de la humanidad. La primera vez que me acosté con un hombre, acabé vomitando las culpas en el baño de un hotel de mala muerte que se pagaba por horas, no por noche, y después de aquello decidí que tenía que marcharme de casa y buscarme la vida a cientos de kilómetros, lejos de la mirada inquisidora de mi padre, que de haberse enterado quién sabe lo que me habría hecho.
Mi madre, la pobre, lo supo incluso antes que yo, y cuando murió no me atreví ni siquiera a volver al pueblo para su entierro. Tenía miedo de que mi padre, nada más verme, descubriera el tipo de persona en la que me había convertido.
Pasados los años, no me quedó más remedio que volver. Mi padre estaba solo, yo era la única persona que le quedaba en el mundo, y había tenido eso que los médicos llaman, de manera eufemística, un accidente cerebrovascular. Estuve mucho tiempo a su lado en el hospital, y cuando por fin lo mandaron para casa para morirse, seguí haciéndome cargo de él gustosamente. Dios sabe cuánto lo quise. No volvió a hablar, ni a caminar, no había tiempo para empezar de cero con eso. Me miraba con ojos vacíos, como si no me conociera de nada, y es cierto que yo tenía un aspecto muy diferente al de la última vez que me vio, con diecinueve años. Cuando intentaba articular una palabra, le brotaba un espeso hilo de baba de la boca que le llegaba hasta la barriga. Yo imaginaba, con cariño incluso, que me decía algo así como Al final te hiciste maricón, hijo, qué disgusto más grande, pero a saber qué se le pasaba por la cabeza. A saber, porque el primer día en casa, nada más llegar, tuve que cambiarle el pañal por primera vez, tal y como él había hecho cuando yo era pequeño. Fue ahí cuando descubrí que mi padre tenía el ano completamente deshecho, y pude comprobar, también, que tenía marcas de haberlo tenido fisurado muchas veces y durante mucho tiempo. Quién sabe si, tal vez, en lo que le quedara del hombre que fue, lo que se le pasaba por la cabeza al mirarme era Ojalá hubiera tenido yo el valor que tuviste tú, hijo. Ojalá.